"Erase una vez un hombre desesperado en un día de invierno con un frío del carajo", pensó al levantarse. Así empezaría el cuento del día de hoy. Hoy era Nochebuena. Era uno de esos días crudos de un invierno crudo. Había dormido fatal. De hecho, casi no había dormido, flotando en una especie de incómodo duermevela y con un frio tal que parecía que le hubiesen amortajado con sábanas mojadas en mitad del Polo Norte. Se giró y vio a su mujer profundamente dormida, respirando pausadamente. Le rozó la frente con los labios. Estaba helada.
Entró en la habitación de los niños. Los dos dormían con esa paz que él envidiaba, sin recordar que un día fue así, sin tantas tonterías, sin tantos problemas. El ambiente gélido de la casa no lo era tanto allí. Una pequeña calefacción eléctrica moderaba los rigores de aquel invierno. El gas del piso estaba cortado desde hacía meses. No recordaba un invierno como ese. No lo recordaba y esperaba no volver a pasarlo. Estaba al límite. Sin más. En todos los sentidos, pero sobre todo, en el económico. No es que no llegara a fin de mes, es que hacía meses que no llegaba a principio. Lo que empezó con un despido de esos bastante bien pagado y algunos meses de margen, se había convertido en una travesía por un desierto interminable jalonado de embargos, cortes de luz, agua, teléfono y gas, llamadas reclamándole deudas, listas de morosos y un rosario de peregrinaciones primero a agencias de colocación, de búsqueda, de selección y luego a bancos, amigos y, cuando ya no pudo más, a la familia. A unos padres ancianos que sobrevivían con apuros y a su hermano, que mantenía con esfuerzo a mujer y tres hijos. "Hermano, ¿te acuerdas? El rico eras tu…", le dijo antes de soltarle algunos billetes. Luz para dos meses, pensó, recogiéndolos. Besó a su hermano y se fue. Otra puerta cerrada. Esquilmada. Quemada. Límite.
Se arregló y salió a la calle. Había quedado a las ocho y la entrevista era en el quinto pino. Era el tipo de entrevista inconcreta de narices que le ponía nervioso. Pero había decidido rematar todos los balones, fuesen centrados como fuesen, bien colocados o fatal, como era el caso. Le había llegado por un amigo. En una empresa estaban buscando gente para la administración. Gente de confianza, añadió. He dado tu nombre. Le había llamado un tal Olalla. Supuso que el de recursos humanos. Ya se imaginó el percal. Veinte chicas veinteañeras con sus estudios de administrativa o lo que fueran y él, con sus cincuenta tacos y su máster y su experiencia haciendo el ridículo antes de salir de la enésima entrevista con una promesa de llamada si resultaba elegido. Bestial. Distancia hasta un nuevo fracaso: dos kilómetros sobre un manto de nieve y bajo un manto de nieve. Hacía un frio que pelaba. Intentó ser positivo. "De ésta, o adelgazas, o mueres", se dijo.
La vio al salir. Era casi una niña. Sentada sobre la nieve, en la esquina, pidiendo a no se sabe quién. No debía llevar ni cinco minutos allí. A saber quién coño le mandaba sentarse allí con el frio que hacía. Ni abrigo tenía. Una especie de capa de camisetas bajo una camisa de chico hacía de abrigo. Los pies embutidos en unos calcetines de deporte rematados por unas manoletinas hechas polvo sobresalían de la pequeña manta que se había puesto encima. "Joder, va a coger una pulmonía doble", pensó. Rió secamente. Hacía siglos que nadie hablaba ya de pulmonías dobles. Pero cuando era pequeño, su madre se lo decía siempre: "abrígate que cogerás una pulmonía doble". Y claro, esto era como las tres horas de la digestión después de comer, una leyenda familiar más falsa que un duro de cuatro pelas. Pero falsa o no, esa chiquilla se iba a congelar sí o sí. Así que miró el reloj, volvió tras sus pasos, subió a casa, cogió una manta grande, comprobó que algo quedaba para que desayunasen los niños, se hizo con un paquete de galletas y lo bajó. Al pasar a su lado se las dio, manta y galletas. La niña alzó la cabeza y, mirándolo con dos ojos que eran clavaditos a los de su hija – azules, grandes, inocentes – le dijo: "Gracias, señor. Dios se lo pagará". Le contestó que sí, que vale, que Dios se lo pagaría, pero que hiciese el favor de irse a casa corriendo. Hizo que se lo prometiese y con la mentira a cuestas siguió andando.
Apretó el paso. Andaba justo de tiempo y llegar tarde a una entrevista de trabajo daba una imagen muy mala. Eso lo sabía. No hace tanto había contratado gente. Casi nada funcionaba, pero tenía una memoria suficientemente buena. Aceleró. La nieve caía con intensidad. Enfrascado en sus pensamientos no vio al hombre que, más lentamente, caminaba delante. No llegó a tirarle, pero casi. Balbuceó una torpe excusa y le ayudó a medio incorporarse. Le miró y creyó ver en el cuello tras el abrigo una especie de tira blanca. Un cura, pensó. Debía serlo porque sólo a un cura y a un imbécil como él se le ocurría pasear el día de Nochebuena a las siete y pico de la mañana con una nevada monstruosa. Tenía cara de buena persona. "Un cura viejo y alto que va a celebrar misa de ocho", se dijo para sí. Tenía facilidad para eso, para catalogar a la gente. Reemprendieron la marcha andando parejos. Nadie más se veía por allí. A lo mejor fue el cura el que preguntó o él se interesó por algo, pero el caso es que empezaron a hablar. Y a lo mejor fue la cálida voz del cura o cómo asentía a lo que le contaba, o esos silencios que intuía llenos de comprensión o la necesidad de contar los sufrimientos a un desconocido, pero el caso es que se sinceró. Mucho. Muchísimo. Y le habló de la lucha, de sus preocupaciones, de sus hijos que cuando lo veían abatido se lanzaban a abrazarlo, o de una mujer que no había torcido el gesto ni un día a pesar de las penurias. Y de su familia, y de la desesperanza y la esperanza. Y del agotamiento por la noche y la dura tarea de buscar trabajo por las mañanas. Y del convencimiento de que las cosas irían mejor y su teoría de que había que rematar todas las ocasiones. Y le contó que se dirigía a la enésima entrevista y que no sería la última. Y habló durante kilómetro y medio bajo la nieve. Y escuchó pocas palabras del cura, pero intuyó una reconfortante comprensión. Se despidieron en una esquina cercana al lugar donde iba. "Suerte", le deseó el cura.
Llegó poco después y entró en el edificio. Una secretaria con cara de fastidio le acompañó a una sala pequeña pero acogedora, despidiéndolo con un "el Presidente, el señor García de Olalla llegará en unos minutos". Estaba aterido de frio. Dejó abrigo, bufanda y guantes y se dispuso mentalmente a repasar su currículum.
Cuando se abrió la puerta supo que no haría falta.
También supo que la búsqueda había finalizado.
"Feliz Navidad", dijo Manuel García de Olalla.
Y su voz sonó cálida. Como antes. Bajo la nieve.