jueves, 1 de abril de 2010

Elena

Sé que cuando lo lea se agarrará un cabreo tremebundo y me enviará a freír espárragos a Antequera o a tomar el viento a Segovia. Lo sé porque nos conocemos muy bien y nos queremos un mundo. Nos conocemos muy bien porque yo empecé a cogerla en brazos cuando ella era una niña de pocos años y así me pasé – junto a mis diez hermanos – toda mi adolescencia, la carrera universitaria y seguimos después, cuando nos hicimos mayores, hasta que apareció de repente un maromo de El Ferrol y puso orden, dijo que basta de elevar a su mujer, que esas cosas las tienen que hacer los maridos. Y hasta ahora.

Elena no puede andar. Un virus cabrón la dejó en silla de ruedas cuando era niña. No tengo – ni yo ni nadie – lo que hay que tener para llamarla minusválida porque mientras la peña andaba mirándola con esa típica cara entre compungida y compasiva en su silla – pobrecica ella, decían los tontos -, la tía aprovechó para rodearse de amigos de esos que no te los quitas ni con espátula, sacarse la carrera de medicina – con dos largas estancias en la clínica por heridas de guerra - y se hizo mayor en Madrid, viviendo sola en un piso de Cuatro Caminos pidiendo a los camellos paquistaníes de la Glorieta que le hicieran el favor de ayudarla a subir y bajar las aceras, y trabajando en un centro médico de la Gran Vía con infecciosos – o sea, enfermos de SIDA y otras lindezas. O sea, lo que hace la gente normal (me descuajeringo de risa). Y un día, llegó un tío que se viste por los pies, gallego él, experto en documentos oficiales y músicas oficiosas y raras, y la llevó al altar. Y ahí anda, de madre total, con dos críos gordos como tocinillos que da gloria verlos. Y un marido que – el tío le llama papá y mamá a mis padres - es un hermano más.

Y sí. Al hilo de esto podría hablar del sufrimiento llevado con un par de narices, o de la unión familiar, o de unos padres a los que nunca oí ni yo ni nadie el menor atisbo de queja, si no todo lo contrario. Pero no. No me da la gana. Porque todo eso iba en el sueldo de la vida. En las cartas que te reparten. Y aquí sí, esas cartas se pueden jugar de muchas maneras. Y lo diré porque es la puñetera verdad: se jugaron de forma extraordinaria por todos los que estaban sentados a la mesa, que eran multitud. Y cada día se sentaban más y no había manera de que la mano bajase de escalera real. Y creo que nos acostumbramos a ganar siempre. Y sin poner cara de póker, subíamos cada apuesta y nos la llevábamos. Y claro, aquello era una fiesta sin fin. Y sigue siéndolo.

Y eso te cambia la perspectiva. Y empiezas a verlo todo, como dijo un santo, "con una nueva claridad". Y en esa claridad uno descubre que sí, que hay gente que sufre cantidad y con problemas muy serios. Y otra que vive de película pero que se arrastra por la vida poniendo cara de pena y con una especie de lamento continuo y maldiciendo su suerte, como si hubiese una conspiración interestelar para joderles y como si la suerte tuviese algo que ver con la vida. Reconozco que no los soporto. Porque sé que es mentira. Sin más. Porque conozco gente que sufre y ha sufrido de verdad y de forma heroica y la ves coger su mochila todos los días y tirar montaña arriba con una sonrisa. Y cuando se estozolan, se levantan, se curan las heridas y siguen subiendo. Con más cicatrices y esa sorprendente e indescifrable sonrisa. Y a veces pienso, ¿y éste por qué coño sonríe con la que le está cayendo? Y como no sé qué contestarme, me limito a admirarles. Y a utilizarles como argumento para decir que, de entre todos los escaladores, hay una que coronó los 8848 del Everest de la vida y que ahí anda, la cabrita de ella, acompañada de otro escalador, buscando otros picos que conquistar. Con un par de narices.

Porque las cosas habrá que decirlas.

Aunque te fastidien Helen.

No me llames.

¡Ni de coña!

2 comentarios:

  1. No te llamo porque no has dicho ¡¡qué mérito tiene!! y tampoco "aquí donde la ves, es médico" :-) y paso, no me cabreo, te quiero demasiado.

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  2. Jorge, tú estás hecho de la misma pasta. Precisamente porque no te reconoces.

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