Hace un tiempo conocí una vidente. Que era vidente lo decía ella. Yo me limito a repetir sus palabras. Veía cosas que iban a pasar y escudriñaba sobre lo acontecido. Se llamaba Violeta y no daba ni una. No acertaba ni por casualidad. Vaya, era tan mala vidente como buena persona. Yo era muy amigo de su hijo y – tras mil invitaciones a comer a su casa – me había adoptado como uno más. Los shows de Violeta empezaban siempre con una ortodoxa oración católica porque – según decía ella – "no hay más futuro que el que nos es dado ver por el Señor". Luego desbarraba cantidad, decía cosas rayanas en la herejía, hacía sus pronósticos que fallaba inexorablemente y tras un par de teatrales volteretas, salía del trance sin recordar nada de nada. Alfonso y yo nos descojonábamos de risa y la dejábamos ahí con sus trajes y sus copas y sus cartas y su incienso y sus cosas y nos íbamos de juerga hasta el amanecer (de los vivos).
Violeta era una farsante y, además, una fallona. Pero siendo eso público, tenía su consulta hasta los topes. De eso vivió hasta que se murió. Yo rezo todos los días por ella para que allí en el cielo le dejen hacer trampillas sobre el futuro y siga siendo feliz, la tramposa de ella.
El hombre es un ser trascendente. Nos guste o no, esa cantidad de neuronas que tenemos sumado a esas billones de conexiones eléctricas que pululan por nuestro tarro hace que nos preguntemos alguna vez en nuestra vida qué cuerno hacemos aquí y nos rebelemos contra la sola idea de que nuestra historia acabe aquí. ¿Por qué tengo conciencia del yo si ese yo desaparece? Luego la hipoteca, y los hijos y las reuniones y los consejos de administración y el paddle y la suegra nos llenan la vida de tonterías y nos podemos pasar años sin volver a pensar en esas cosas del más allá, liados como la pata de un romano con las del más aquí. Y así nos va la película.
Y es natural que así sea, porque pensar en lo trascendente implica necesariamente pensar en uno mismo sin más escudo que la piel. Y no es fácil porque tenemos más capas que una tortuga. Y muchas de esas ni sabemos ni, sobre todo, queremos quitárnoslas, porque nos protegen de un mundo hostil, pero, esencialmente, de nosotros mismos. Vivimos acomodados en unos principios mudables qual piuma al vento. Y cuando nos cruzamos con gente que vive aferrada a sus principios a pesar del oleaje, a contracorriente, superando vientos huracanados, los miramos con una cierta displicencia y pensamos – y a veces decimos – que son unos talibanes, fanáticos y ultraortodoxos, cuando no intolerantes y fascistas.
Pero no, hay mensajes que merecen mucho la pena. Para los cristianos (practicantes o no) es muy fácil conocerlos. Hace más o menos dos mil años nació un niño en Belén. Cuando se hizo mayor, se dedicó a lanzar mensajes de eternidad. No para el género humano, que también, si no para cada uno de nosotros. Y ahí sigue, el pesao del Él, buscando de todas las maneras posibles nuestra amistad.
Y muchos de nosotros, rechazándola.
Fue Lope de Vega, ese genio de enormes miserias y grandezas, quien lo plasmó de forma insuperable:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?
Nada tenemos. Es más fácil. Somos infinitamente amados por voluntad libérrima. Ahí empieza y acaba esta película. Tengo un amigo cura que gastó buena parte de su vida en el Raval de Barcelona entre putas, travestis y drogadictos. Contaba que en una ocasión una prostituta en la calle se le sinceró diciéndole que nada valía, ni ella ni su vida. Y Quico, se le quedó mirando, y le dijo: "tú vales toda la sangre de Cristo".
Y convirtió esa esquina de miseria en una esquina de esperanza.
De eso va este rollo.
De amar al prójimo. Nada más. Y nada menos.
El resto son milongas…
… pampeanas.
Gracias por recordarme lo realmente importante de esta vida. A ver si consigo dar esperanza en mi esquinita.:-)
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