No sé muy bien por qué, pero resulta que tengo amigos. No hablo de mis queridos amigos del facebook, a la mayoría de los cuales ni conozco ni conoceré en mi puñetera vida. Hablo de los amigos de verdad, de esos con los que, en algún momento de la existencia, algo hice para conectar o no, y que tras varias desconexiones o conexiones, pues eso, tienen clavada esa etiqueta a la que la gente le da tanto valor.
Esto de los amigos es muy curioso, o sea, uno hace el mayor de los esfuerzos por vivir con el menor número posible de relaciones humanas cercanas y no hay manera. Parece que el ser humano tiene un imán en el alma. La gente te rodea, se acerca, se comunica más o menos torpemente, te suelta un rollo que te cruje, escucha tus chorradas y, al final, pasa eso, que tienes un amigo donde antes no tenías nada. Y eso debe ser normal y hasta bueno, porque cuando le preguntan a un fulano de andar por casa qué es lo más importante del mundo mundial y tres armarios, después de mentar a la familia directa – la suegra y todo el rollo "políticomatrimonialinevitable" lo obvian hábilmente – sueltan eso tan manido de la importancia de los amigos. Pues vale. Será así.
Hace un tiempo, cuando mi padre cumplió creo que 70 años, los hijos le montamos un sarao y un libro, hicimos una lista de amigos para que pusieran algunas palabrejas sentidas o no así como de recuerdo y cuando llevábamos 300 pues paramos, porque aquello amenazaba con ser el Larousse de la amistad. Y esto es así porque mi padre es un profesional de los amigos. Es de esos que llama siempre en los cumpleaños, santos, aniversarios, etc. Y claro, a la peña eso le encanta. Probablemente porque es lo que hay que hacer. Yo simplemente no sé hacerlo. O sea, no me sale. Pero bueno, no dejo de intentarlo. O sea, que estoy en ello (recurso dialéctico que significa que paso cantidad de hacerlo). Lo que es seguro es que si llego a los setenta mis hijos lo tendrán más fácil.
Pero aún así, tengo un montón de amigos. Algunos son de esos que desearías no haberlos conocido, más plastas que la gallina Caponata o más cursis que Antonio Banderas – alguno tengo que viste pantalones rojos y todo -, pero ahí están. Y supongo que ellos piensan cosas similares de mí, pero no se mueven los tíos. Como todo el mundo los tengo de todos los colores y condición, antigüedad, creencias, sexo y capacidad. Tengo amigos tontos del culo y lumbreras, amanerados y machotes, recién salidos del horno y con más telarañas que mis palos de Golf, cantantes, críticos taurinos, abogadetes, consultores, parados. Tengo hasta amigos curas, de esos de negro. Que ya es tener.
El otro día nos fuimos a cenar Maite y yo a casa de unos amigos. En este caso es cierto lo de matrimonio amigo, porque somos amigos de los dos. Él, un viejo rockero que a los cuarenta y pico y con ocho hijos detrás le ha dado la ventolera de montar una banda de pirados que tocan de maravilla. No sé si se disolverán en dos meses, pero en el "mientras" se lo están pasando como enanos. Ella, una mujer estupenda a la que el tiempo y la maternidad la han convertido en una mujer de bandera. Como añadido imprescindible andaba un amigo común, que – el cabrón de él - a los cuarenta sigue soltero y que el día menos pensado se levantará una torda espectacular como Dios manda y, tras el obligado paréntesis de prospección interior, la llevará al altar y se verá rodeado de churumbeles en menos que canta un gallo.
El caso es que entre la compañía, la cena ligera, los cigarrillos, las risas, los recuerdos amables, el vinito, los cafés y las copas, allí se estaba en la gloria. Tan en la gloria que a eso de las cuatro de la mañana – siete horas después del inicio de la cena – alguna empezó a decir eso de "estos señores tendrán que descansar" y, como pasa siempre, una hora después ya nos íbamos.
Y me dio por pensar. Ya se ve que pensar con un litro de vino y algo más de licor entre pecho y espalda da para desbarrar en chorradas múltiples. Y a mí me dio por pensar en que si el más allá para los buenos existe, quiero que sea esto. Y como las estupideces que pienso procuro, si no razonarlas, sí cuantificarlas – defecto heredado, sin duda, de un padre ingeniero – pensé: unos 10.000 millones de humanos allí, todos en plan celestial, a un par de horas de cenas gloriosas con cada uno, salen unas 20.000 millones de horas de gloria bendita, bebiendo y comiendo como en casa de Jordi y Marta, o sea inenarrable. Y eso, según un cálculo que me he molestado en hacer, resulta que son – más o menos – unos 2 millones de años. Eso sólo cenando.
No quiero ni pensar el resto del día.
Levito sólo de pensarlo.
Ole, ole y ole!!
ResponderEliminarEn el cielo a facebook?
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