Ayer estuve hablando un rato con Serrat. De nuestras cosas. Una cháchara distendida como amigos. La verdad es que hacía ya un tiempo que no nos veíamos y teníamos bastantes cosas de las que hablar. “¡Envejeces como un niño! - le dije, con cierta coña marinera cuando lo vi entrar por la puerta del bar del Poble Sec donde habíamos quedado, ataviado con una indescriptible chaqueta de flores estampadas sobre un fondo marrón -. ¡Hay que tener mucha personalidad o muy poca vergüenza para presentarse de esa guisa a una cita con un amigo!”. “Me alegro de verte. Estás igual, querido Carlos. Tú sí que no has envejecido… pero, la verdad, nos hemos mayores los dos”, me dijo antes de plantarme un largo y cálido abrazo. De los de antes. De los de verdad. Como sabéis, hay abrazos de verdad y luego están los otros. Joan Manuel te planta un abrazo y luego se queda mirándote a los ojos con esa media sonrisa como comprobando que tú sigues siendo tú a pesar de los años. Y tú, que ya no eres tú hace años, cuando estás con Joan Manuel vuelves a ser ese tú más auténtico. O a lo mejor, simplemente, deseas ser ese tú que fuiste dejando poco a poco – golpe a golpe, como diría él - por la vereda.
Lo bueno de los amigos es que, haya pasado el tiempo que haya pasado, siempre parece que te acabas de ver. Y uno, que va muy dispuesto a hablar de lo suyo, acaba hablando de las cosas más peregrinas. O callando mucho y escuchando, que hay amigos que son mejores contadores de historias que escuchadores. Y aunque él escucha mucho y muy bien, lo suyo es contar historias. Pequeñas y grandes historias. Hablamos de nuestros abuelos, el suyo, el abuelo Manuel, que fue secretario de juzgado de Belchite y al que llamaban el Furo. “Era un hombre de carácter”, remató. Y yo me acordé del único abuelo que conocí – mi abuelo Fausto, otro buen aragonés de carácter - con quien mantenía larguísimas y originales conversaciones. En ese momento, tanto Joan Manuel como yo, nos quedamos callados. Por un momento el recuerdo de nuestros abuelos se hizo presente. Esas cosas pasan con Joan Manuel. Que estás hablando, por ejemplo, de los amaneceres – sí, también hablas de eso – y de tomates y mulas y trigo, y, sin previo aviso, un recuerdo como un fogonazo te eriza la piel y faltan palabras. Y ahí te quedas un rato, como atontado, escuchando esa historia que es la historia de tu vida. Y da igual cuántas veces la hayas escuchado, siempre suena diferente. Siempre deja su huella.
Le encanta hablar de poesía, porque es un poeta. Me explicó que “Las nanas de la cebolla”, ese poema de Miguel Hernández que, a mí, la verdad, ni me gustaba ni me dejaba de gustar, el poeta lo dedicó a su mujer y su hijo, en respuesta a una carta que ella le hizo llegar a la prisión donde estaba diciéndole que solo tenían pan y cebolla para comer. Y de ahí, el poema. Y de ahí, la canción. Y de ahí, el que uno no vuelva a escuchar nunca más esa canción con indiferencia y sí con cierta reverencia.
Y me preguntó por mi mujer y por los niños – que de niños ya, nada de nada – y por mis padres y amigos y por todos a los que queremos. “Recuerda – se pone muy pesado siempre con esto – que, ahora que han pasado algunos años, ahora sí tenemos palabras para decir a los que nos rodean que los queremos. Todas las que nos faltaban cuando éramos jóvenes. Ya no tenemos quince años, Carlos. Ya no”.
Y ahí estuvimos hablando dos horas largas, como dos amigos que se quieren.
Algunas confidencias al oido. A cau d´orella, como se dice en catalán.
Hasta que acabó el concierto.
Y su figura, su inmensa figura, desapareció tras el telón rojo.
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