Era la mayor de nueve hermanos. Cuando la conocí frisaba los cuarenta y, aunque mantenía silencios desconfiados, tenía una mirada limpia y alegre. Había nacido en un minúsculo pueblo campesino cercano a Guayaquil en Ecuador y traía como única pertenencia una mochila vital de esas que uno intuye como pesadísima, pero que ni es capaz ni quiere conocer en su totalidad. Estuvo en casa dos años. Entró el día en el que nació Cristina –a la que adoraba - y se fue una semana antes de que nacieran los gemelos.
Lidiaba con las niñas con la maestría de Manolete y a las vecinas histéricas por el ruido de los niños las trataba con una exquisita educación. Un día una vecina nerviosa la llamo negra y cuando llegamos a casa la encontramos hecha un mar de lágrimas, lamentando la bajeza de ese ser deshumanizado. Luego nos enteramos de que su padre la llamaba negra mientras le propinaba unas palizas brutales. Panda de hijos de puta.
Era puntual como un reloj. Cocinaba fatal una especie de guisos ecuatorianos que los niños devoraban con fruición. Los niños devoran cualquier cosa. Maite y yo evitábamos disimuladamente sus guisos y, ella, que de tonta no tenía ni un pelo, empezó a cocinar con poco éxito algunos platos españoles. Agradecimos el esfuerzo. Estuvimos dos años comiendo fatal. Aunque leía con cierta dificultad, se calzó el Quijote de la "a" a la "z", subrayando con un lápiz las palabras que no entendía para buscarlas en el diccionario y haciendo una marca más profunda allí donde había dejado de leer para retomarlo al día siguiente. Nos iba comentando lo desventurado que era el caballero y cómo era posible que nadie le hubiese ayudado. Aunque se lo regalamos, lo olvidó en casa. Guardo ese libro. Hay libros que no hace falta abrir para aprender de ellos.
Era como de la familia, aunque yo sabía que se iría un día sin decir adiós. Todas lo hacen. Un amigo mío, Francisco Mas, me lo dijo un día: "nunca esperes educación o agradecimiento de quien lucha por salir de la miseria. Limítate a ayudarles. Te utilizarán. Y hacen bien. Déjate utilizar y cállate". Y eso hicimos. Removimos Roma con Santiago para legalizar su situación. Y lo conseguimos en una de esas regularizaciones extraordinarias que se sacó de la manga algún gobierno Aznar. Consiguió los papeles un viernes. El lunes ya no apareció.
Nos sentimos traicionados. Es más, a menos de una semana del nacimiento de los gemelos, consideramos la huida como una afrenta personal. Pero duró poco. El tiempo de darnos cuenta de que ella había sido una ayuda insustituible en un periodo en el que necesitábamos no una mano, si no dos. Ella las dio con generosidad. No era justo ser desagradecido. "Déjate utilizar y cállate".
Hace una semana me llegó una comunicación de algún ministerio de esos que se encargan de que los emigrantes mueran envueltos en papeles absurdos en los que, a falta de domicilio actualizado – hacía ya más de seis años que se había ido – le comunicaban algo sobre unas ayudas oficiales a determinado colectivos de emigrantes.
La busqué para darle el papelito pero no la encontré. Los amigos y los móviles de los emigrantes son de corta duración. Con mucho escepticismo, tecleé su nombre en google. Y ahí estaba. Nombre compuesto completo y dos apellidos. El Gobierno de Navarra le había dado una autorización y una subvención para montar una tienda de chuches y un cibercafé en Cintruénigo, pueblo de Navarra. De Guayaquil a Cintruénigo pasando por Barcelona. ¡Qué maravilla!
Se llamaba Lorena y había viajado doce mil kilómetros para cumplir un sueño: tener algo suyo.
Creo que ha empezado a cumplirlo en Cintruénigo, tierra de promisión.
Ojalá ningún mal nacido la vuelva a llamar negra. Ojalá sea feliz. Ojalá sea la reina de las chuches.
Lo deseo de corazón, Doña Lorena. De verdad.
Gracias.