La gente es algo inevitable. Te guste o no te guste, ahí están. Con sus caras y sus cuerpos polimorfos y sus ideas pobres, corrientes, belloteras, sublimes, vulgares u originales y sus rollos y sus problemas y su oportunidad o inoportunidad. Y hay días en los que uno está más dispuesto a aceptarla y días en los que uno la enviaría a tomar el viento. Pero no por eso dejan de estar. La hay de todo tipo y color. Soportable e insoportable. Ocupada y ociosa. Sonriente y cabreada. Heroica y cutre. En avión o en tren. Negra, amarilla, ocre, marrón, roja y blanca. Hay cantidad. Resulta agobiante. Vayas donde vayas, hay gente. ¡Coño, están hasta en tu casa!
Debo decir que yo amo al género humano, pero a mi manera. O sea, no soy del tipo optimista vital y simpatiquísimo al que le encanta todo y todo le hace sonreír y que va por la calle boquiabierto ante el vuelo de un puñetero gorrión o dando gracias a Dios por el arco iris. Nada de eso. Confieso que en ocasiones me gustaría ser así, pero cada uno es como es y en el reparto de caracteres, me tocó uno del tipo simpático a días, y tampoco mucho. Pero no por eso dejo de valorar a las personas cuya manera de ser facilita la convivencia. Y éste no es un asunto menor. Una sonrisa oportuna y una voz amable en el puente de ganado aéreo de Iberia de las seis cuarenta y cinco puede cambiar, si no el día, sí cómo afrontes esa tortura que es viajar en avión. Y un encuentro con una persona amable, educada y simpática puede ayudar a sacudirte ese problema – grave o estúpido – que niebla tu día. Hay sonrisas que desarman. Miradas que te envuelven en un halo de paz. Gestos que te reconcilian con el ser humano. Y casi todos vienen de gente que – siempre con esfuerzo, heroico a veces – han decidido que querer a los demás es una buena estrategia de vida. No sé muy bien cómo se hace eso, porque a mí el automático me pide enviar a tomar el viento al modelo de tío peñazo, tostón, inoportuno y tonto. Pero, probablemente por eso mismo, sé que aguantar y no hacerlo es lo que debo hacer.
Hubo un santo que lo dijo gráficamente: hay que poner el corazón en el suelo para que los demás pisen blando. Ya se sabe que los santos suelen decir cosas para otros santos, así que la traducción libre de los que no somos santos ni apuntamos maneras es que debemos intentar respirar hondo diez veces antes de enviar a la peña a la mierda. Y si después de eso logramos sonreír, miel sobre hojuelas. Y si esa sonrisa – que será una especie de mueca, seguro – la consigues transformar en una palabra amable, estás al inicio del sendero correcto.
Hay gente con ángel. Y gente con menos gracia que los Morancos. Y gente a la que le sale de dentro de su alma ser simpática. Y gente a la que no nos sale. A veces nos sale todo lo contrario. Pues bien, con más o menos gracia, más o menos esfuerzo y más o menos éxito, tenemos que iniciar una cruzada para que la gente que nos rodea (todo el mundo tiene cien tíos alrededor con los que se cruza), para que esa gente, pise más blando. Lo tenga más fácil. Sea más feliz.
Porque creo que la gente cabreada, hostil, agresiva, cortante, seca y, en suma, imbécil, hacen que este mundo sea un lugar más intransitable. Más penoso. Más vulgar. Más zafio. Peor.
Y esto no depende de tu carácter.
Depende, como casi todo, de tu voluntad.
O sea, de ti.