viernes, 10 de marzo de 2017

El ciego de la cueva


Dedicado a Jordi Molas.

Cuando vives momentos mágicos o únicos en tu vida los identificas como tales sin ninguna duda pero casi nunca los racionalizas. Te limitas a sentirlos intensamente. A veces con esa infantil voluntad que intenta eternizarlos. “Que no acabe nunca”, piensas. Luego, más pronto que tarde, ya pasados, se alojan en algún recóndito lugar del alma y ahí se quedan. Esperando. Con su magia intacta. Emoción pura opacada por el paso del tiempo y por la vida - esa vieja tramposa - que se encarga de presentarte multitud de momentos vulgares para que olvides aquellos milagrosos y puedas, más mal que bien, seguir viviendo. Pero esos momentos ocultos sucedieron. Aunque los hayas olvidado o querido olvidar. Y tu alma, tu corazón y tu piel lo saben. Sucedieron. Y un día, sin avisar, sin esperarlos, a traición, asoman y se adueñan de todos los poros de tu piel y te sacuden, te gritan que un día lo sentiste, lo viviste, casi fuiste feliz. O a lo mejor lo fuiste sin duda. Y los momentos te envuelven de nuevo y te zarandean y los saboreas intensamente – quizá más intensamente que cuando ocurrieron –, sabiendo que el paso de los años ha posado un cierto tamiz sobre los detalles que – queramos o no queramos – esconden lo accesorio para destacar lo esencial. A lo mejor es que eres plenamente consciente de que esos momentos únicos no se repetirán nunca más y quieres magnificarlos o idealizarlos; pero quiero creer que, en el fondo, lo que pasa es que, despojados de detalles, los ves, los revives en todo su esplendor.

Cuando empecé a ir a la Cova del Drac lo esencial era el jazz. La puerta de la Cova estaba al final del subterráneo de la cafetería Drug-Drac-Store de la calle Tuset de Barcelona y, si mi memoria no me falla, había que apartar una de esas cortinas de color granate gastado antes de entrar en aquel templo de la vida y de la música. Y de entre todos los que por allí pasaban – que eran muchos y de mucha relevancia –  el esencial tenía nombre y apellido: Tete Montoliu.

Tete. Tuve la inmensa suerte de verlo actuar muchas veces.  O a lo mejor no fueron tantas, pero a mí me parece que pasé mi adolescencia equivocándome caóticamente al son de los armoniosos compases de su piano. La imagen de Tete Montoliu, siempre de inmaculado traje e impecable corbata, perfectamente arreglado, caminando acompañado – pasos cortos, prudentes, su mano sobre el brazo del guía –, con la cabeza un poco alzada como si oteara el infinito,  a veces sonriendo en ese breve paseo, su llegada a la banqueta entre aplausos respetuosos – nunca he vuelto a oír aplausos con sonido reverencial -  y, cuando el silencio era absoluto, rostro serio y concentrado, las primeras notas, el teclado, la magia, la elegancia, el arte de Tete llenando hasta el último rincón de la Cova, vistiendo de eternidad aquel subterráneo oscuro donde todo era música y sueños.

Porque el piano de Tete Montoliu hacía soñar. Tengo grabada la imagen de la figura del pianista sobre el escenario iluminado por los focos, y desperdigados por las mesas personas de todas las edades mirando sin ver, sintiendo como sentía Tete la música, en esa cueva donde por encima de la permanente neblina de humo de tabaco flotaban las notas del piano de Tete acunando, en mi caso, sueños de adolescente. Recuerdo que una de esas noches, viendo las volutas de humo subiendo hacia el techo, con una cerveza en la mano y mis pensamientos en alguna chica de corazón tibio, supe que ese momento volvería a mí. Quise guardarlo. Recuerdo vagamente que algo me dolía. Quizá me dolía esa chica rubia y espigada. O quizá me dolía la vida. Dolor adolescente. Volutas de humo rompiéndose contra la bóveda de una cueva llena de sueños. Llena de música. Llena del talento, del arte, de la inspiración de Tete.

Pasado un tiempo la cerraron. Cuestiones de seguridad o algo así. Algo frío. Un funcionario redactando un reglamento para salvarte la vida y un pedazo de tu vida clausurado por orden gubernamental. Signo de los tiempos que venían. Signos de una Barcelona que cambiaba irremediablemente. Luego la reabrieron en la plaza Adriano, en la zona alta de la ciudad. Pero no era lo mismo. Nunca fue lo mismo. Fui dos o tres veces pero la Cova no era la Cova. El alma de la Cova se quedó en la calle Tuset y en cada uno de los que vivimos aquel tiempo y aquel lugar. 

Luego, lamentablemente fui abandonando el jazz. O quizá fue el jazz el que me abandonó a mí o la vida misma se llevó lejos los sueños o qué coño, a lo mejor crecí y la única puerta de la Cova tras las cortinas granates que daba paso a Tete, la magia y los sueños se cerró y se abrieron otras puertas, no sé si mejores o peores, pero menos inocentes. Menos bellas.  Menos puras.

Hubo un tiempo en el que yo amé la música de la mano de Tete Montoliu.

El ciego de la cueva veía con una claridad extraordinaria.

Todos lo mirábamos buscando en su arte luz para nuestro camino.

Esperando la magia de sus manos sobre el teclado.

Y la música.

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