jueves, 21 de enero de 2010

Los gilipollas

Es posible que haga falta una tragedia como el terremoto de Haití para despertar nuestras conciencias. Diré nuestras pétreas y graníticas conciencias, sabiendo que son adjetivos que se quedan cortos. Resulta curioso comprobar cómo ante el lejano sufrimiento somos tan “solidarios” y, a la par, mostramos una indiferencia insultante ante el sufrimiento cercano. Vivimos amodorrados, aburguesados, atontados envueltos en un halo de irrelevancia. De patética irrelevancia.

Los gilipollas han alzado la voz geopolítica. Les ha molestado la rapidez de Estados Unidos. El diagnóstico que ha realizado la administración estadounidense ha sido certero y eficaz. Dinero ya, pero sobre todo, logística. Seguridad y garantía de que llegue la ayuda de otros países. Los gilipollas han hablado de futuro equilibrio geopolítico, cuando todavía gimen entre los escombros de Puerto Príncipe personas enterradas en vida. Gemidos que son gritos en nuestras conciencias. Resulta pornográfico. Pero así es.

Los gilipollas exponen sus argumentos con una retórica perversa: “Se trata de ayudar, no de ocupar”, dicen. Y mientras tanto, la ayuda humanitaria se amontona en el aeropuerto semiderruido de Puerto Príncipe y los haitianos mueren de hambre y sed, supongo que ciscándose en la madre que pario a la sarta de gilipollas que juegan a geopolíticos con sus vidas y haciendas.

Y mientras los gilipollas juegan, las personas normales, decentes, sin más pretensión que paliar el sufrimiento ajeno, se han puesto en marcha. La solidaridad, como una derivada -acorde con estos sensibleros tiempos - de la caridad, se ha desbordado y todos hemos empezado una competición para ayudar. Para salvar vidas. Para reconstruir hogares. Para estar cerca del doliente. En una sorprendente carrera por llevar alimento y consuelo a quienes sufren de forma descarnada.

Quien más quien menos se ha puesto en el lugar del pobre, del desfavorecido, sabiendo que nada recibe a cambio. Y dando lo que tenemos y lo que no tenemos, nos hemos empezado a sentir cercanos. Hemos empezado a darnos cuenta de que amar al prójimo hace que uno se sienta mejor. Más lleno. Por eso. Porque somos seres hechos para amar. Y cuando no amamos, estamos vacíos. Qué fácil es. Y lo que me cuesta darme cuenta. Es que parezco gilipollas.

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