Era un antro oscuro y alargado al final de un pasaje sin salida lleno de antros oscuros y alargados. Probablemente lo único que tenía de diferente a cualquier otro de esos antros era que era nuestro antro. Allí fue donde pasamos buena parte de la carrera universitaria entre tabaco, alcohol, música, amigos y, a veces, amigas y novias. Pero estas duraban poco en Glory´s. Se cansaban y se iban. Nada hay más aburrido para una mujer que ver a su novio con su grupo en plan “amigos para siempre” así que discretamente – o a gritos, no lo recuerdo – se borraban. Era nuestro sitio, aquel lugar donde arreglábamos los destrozos que la universidad – fundamentalmente las mujeres – hacían en nuestras vidas. Ahí las odiábamos y amábamos, las poníamos a caer de un burro para adorarlas después sin solución de continuidad. Porque no teníamos ningún otro tema serio. Bueno, a veces, en pleno éxtasis etílico también hablábamos de la existencia de Dios y de otras cosas trascendentes, pero creo que era para tener pie y volver a hablar de las hijas de Eva. Vaya, seguro que sí. Envueltos en una nube perenne de humo, con un pitillo en la boca, cervezas a tutiplén y el recuerdo de esos ojos que, no es cachondeo, eran como el mar o de aquella maldita que nos había roto el corazón por enésima vez, pasábamos horas y horas dándole vueltas a cosas importantes. No recuerdo que pasáramos ni una sola noche hablando de estudios.
Hay sitios que – no sabes muy bien por qué – te adoptan tras un par de visitas. Tú los puedes frecuentar, pero son ellos los que te adoptan a ti. Glory´s nos adoptó tras un par de copas. No sé por qué lo hizo, pero lo hizo. Quizá le caímos en gracia a la larguísima barra negra – cuyas muescas y marcas llegamos a conocer a la perfección – o a lo mejor fueron los taburetes – siempre al límite de la desgracia – los que nos acogieron o vete tú a saber si los sillones del fondo, los de la esquina de filosofar – rojos con aspiraciones de antro de lujo – fueron los que nos sellaron el derecho de admisión preferente; no lo sé, pero sí sé que cuando cruzábamos la puerta negra de la entrada, teníamos la sensación de hogar. De pertenencia. Ese era nuestro sitio. Una extensión etílica de nuestra casa. Allí íbamos todas las noches Javier y Joan, y Luis Felipe, y Jordi, y Jorge e Ignacio, y Rafa y algún otro. Y ahí íbamos con amigos y amigas y con quienes venían de visita a Pamplona, que eran decenas. Y allí quedábamos. Como decían los pamplonicas, “donde Glory´s”.
Y sí, como ya sabéis, todo Glory´s tiene un Jaime. O sea todo bareto, antro o sala tiene un tío que pone el alma. Que lo hace funcionar. Y el de Glory´s era era una bestia de casi dos metros, con la nariz partida y una ceja con resto de batallas – supongo que de alguna pelea en aquella Pamplona turbulenta de los ochenta – y con una de esas caras difíciles – diferentes - pero fáciles de interpretar: a buenas era encantador y a malas era terrible. Vivía en el barrio de la Txantrea y era un batasuno de pro, con todo lo que eso significaba en aquellos años. Cuando había un atentado con muertos y andábamos por ahí – ambas cosas ocurrían con una frecuencia trágica -, se me acercaba y me decía: “Carlos, lo siento. Esta guerra es una mierda”. Y se iba para allá, al fondo de la barra, a poner música y a esconderse un poco, para no jodernos. A su manera lo sentía. O a lo mejor quiero pensar que lo sentía. Era nuestro amigo. Un amigo de esos que no invitarías a casa. Tampoco él nos invitó nunca a la suya. Cada vez que volvíamos a casa por Navidad o Semana Santa o en verano se despedía dándote un abrazo tremendo de esos que o te desencajaba las vértebras o te las fijaba para los restos. Luego te cogía la cara como si fuese tu abuela, se daba un golpe en el pecho y te decía mirándote a cinco centímetros de la jeta: “Te llevo en el corazón”. Te soltaba y se iba. Era un tipo entrañable. Y una bestia parda.
Cuando acabamos la carrera, en plena efervescencia y exaltación de la amistad, los que habíamos compartido piso y los adscritos – que eran un montón – nos juramos que nos iríamos viendo muy a menudo y que “la última, siempre será en Glory´s”. Y sí, nos vimos una vez más. Y sí, acabamos en Glory´s. Y Jaime estaba allí y por un momento aquello fue como debía ser, por un momento todo estuvo en orden. Y le eché un vistazo a todo aquello – la puerta del tigre seguía con el mismo boquete que alguien desesperado por una mujer le hiciera de un puñetazo en 1984 -, nos despedimos de Jaime y tuve la absoluta conciencia de que jamás volvería. Como así fue.
Hace muy poco anduve por Pamplona y me acerqué.
Ahí seguía, con sus logos de letraset de hace treinta años y su puerta oscura cerrada a cal y canto para siempre. Me quedé plantado ahí un buen rato. Veinticinco años, pensé para mis adentros. Mucha vida.
Cerré los ojos y recorrí pegado a la barra, con mi cerveza en la mano, el local entero. Me senté en un tembloroso taburete mirando a la esquina de los sillones color rojo aspiración, vacíos de amigos pero llenos de recuerdos y a la cabina de música donde Jaime se escondía a poner música y le di a la sombra de Jaime un abrazo virtual. De esos que te desencajan las vértebras o te las fijan para los restos. Y juro que noté cómo el tío se golpeaba en el pecho, me cogía la cara y como tantas veces, me decía: “te llevo en el corazón”.
Abrí los ojos, eché un último vistazo a la puerta cerrada y negra y me piré. Un vecino me miraba como si estuviese loco del todo. Pero daba igual. Qué cojones iba a saber ese de mi historia.
Dejé de quedar “donde Glory´s”.
Maldita sea.