miércoles, 4 de julio de 2012

Amigos

Total, que había acabado la semana anterior muy preocupado y esta la empecé más o menos igual. Como creo haberlo dicho ya, llevo muy mal la enfermedad ajena, y si es de alguien cercano, como es el caso, fatal. Y esto no es nuevo. Me ha pasado toda la vida. Cuando mis hijos eran pequeños y estaban enfermos – una de mis hijas tenía unos fiebrones fenomenales - el que acababa enfermo era yo, de verlos. O sea, que lo del sufrimiento ajeno me puede. Y trabajas, te reúnes, comes, cenas, duermes… vives, en suma, intranquilo. Y andas de aquí para allá con un nudo en el estómago. Como me gusta precisar, diría que es un nudo de los llamados "As de guía español", que parece que es para cargas pesadas y difícil de deshacer. En fin. Toda esta introducción sobre nadas y nudos era para decir que así andábamos: jodidos.

Ya se sabe que cuando uno está jodido, cuesta ver las cosas con alegría, optimismo y paz. Es lo que tiene el asunto: el hombre es así. Y aunque está hecho para vivir feliz, muchas veces andas angustiado, con esa sensación extraña en la piel, ese temblor en el ceño y ese desasosiego desde la nuca hasta los pies. Bueno, también hay héroes de esos que los miras y alucinas que, aunque les caigan chuzos de punta, sonríen como si nada pasara. Incluso los hay que dan gracias a Dios por todo lo que les pasa, sea bueno, malo o regular. Yo conozco alguno, y son admirables. El caso es que estaba un poco cansado de no encontrar el tono vital de casi siempre. Cansado de forzar el gesto positivo en comidas y reuniones. Cansado. Así que el martes agarré el teléfono y llamé a Rafa para anular la comida que tenía ese mismo día. No me gusta hacer eso pero necesitaba estar solo, rumiar mis preocupaciones, darme un poco de pena y seguir.

Desgraciadamente no pude. Un móvil fuera de cobertura y una secretaria que ya había reservado hicieron que me plantara en el Restaurante a la hora en punto. Y allí estaba Rafa. Aclaro lo que he dicho ya: yo tengo muchos más amigos de los que querría, a pesar de mi resistencia activa a hacer amigos nuevos. Y de entre esos amigos, tengo amigos trabajadores, puntuales, serios, eficaces y ocupadísimos, como Rafa. Y otros que son unos vividores, mujeriegos, enormes bebedores, a los que todo se les da una higa, con un huevo de cosas condenables y a los que lo que puedan pensar los demás les deja fríos. Como Rafa.

Total, que tras un abrazo, nos sentamos en la mesa del Merendero de la Mari, en plena Barceloneta. Y empezamos a hablar. Le conté en un par de minutos que andaba preocupado y el por qué. Escuchó seriamente y me dijo: ¿qué vino pedimos? Hablamos un rato de vinos – yo sé más bien poco – y no tengo ni idea de por qué la conversación se deslizó por otros vericuetos. Y entre vinos y vieiras, navajas y calamares, y más vino y casi todo lo que nos apeteció – que fue mucho – estuvimos horas – interrumpida por una llamada que hizo Rafa -hablando de lo divino y lo humano y de lo profesional y de los inicios, de cuando éramos jóvenes. Y nos caíamos de risa cuando le conté que, en una de las primeras entrevistas de venta que tuve, en Canarias, con un calor tremendo, le dije a la posible cliente – una señora estupenda- "¿le importa que me quite la camisa?" y ella, sin dejar que reparara mi error, veloz, me replicó: "quizá haya que esperar primero a que hayamos firmado el contrato ¿no? Lo digo por tener algo en común". Y Rafa me contó cómo contrató a Chiquito de la Calzada, antes de que fuera famoso. Y que, con un par, se lo llevó a la convención de directivos de una Caja de Ahorros, y que aún recuerda al Presidente – un tipo serio y estirado - llorando de risa – fistro, pecador de la pradera, tedacuéen – pidiendo al humorista que, por el amor de Dios se callase. Y le conté mi primera intervención en una consulta, en Valencia - con mi padre y mi hermano Leo -, en la que, estaba tan nervioso, que convertí la crítica constructiva que tenía que hacer de cada participante, en una retahíla incomprensible de palabras, en las que destacaba de vez en cuando, un juicio ofensivo a los participantes, que miraban atónitos cómo un chaval los insultaba. Dos horas después, camino de Barcelona, mi hermano Leo tuvo que parar el coche porque se moría de risa.

Y así pasamos seis horas, comiendo y llorando de risa. Y cuando la camarera se fue y nos dijo: "no se olviden de cerrar cuando se vayan" nos dimos cuenta de que había que levantar el campamento. Y con mucha coña, le dije a Rafa: "¿Tú qué tenías que hacer esta tarde?". Y cuando me contestó que tenía que haber volado a la Coruña, pero que tranquilo, que ya lo había anulado, lo miré con sorna, pero su cara me dijo que era verdad. Y recordé esa discretísima llamada durante la comida. Y el cambio de planes. Y la coña, y las risas, y las historias, y el vino, y la comida hasta las nueve de la noche y todo eso que hizo mi amigo Rafa porque en el minuto uno de la comida vio que estaba jodido. Y cuando nos despedimos y le di las gracias – de verdad, gracias- , me miró con esa cara de "anda no me jodas, para qué te crees que están los amigos".

Y pensé que soy un privilegiado por tener los amigos que tengo. Amigos que están cuando los necesitas. Que no se borran. Que no se excusan. Que no se esconden. Que hablan poco y hacen mucho. Generosos y desinteresados. Que te conocen. Con tus cosas buenas y malas. Sin juzgarte. Ni tú a ellos. Y que a pesar de todos tus defectos y, seguramente también por todos ellos, siguen siendo amigos. Y sabes que ahí están y ahí estarán siempre.

Sigo con el nudo en el estómago.

Pero pesa menos.