La conocí hace más o menos veinte años en un país de América del Sur, en unos de esos viajes de cuando eres joven y todo te parece nuevo, y los colores son más vivos y los olores más penetrantes, y te tomas el trabajo y la vida mucho más en serio de lo que realmente debes. Era la hija de una cocinera de una fábrica en la que trabajábamos y nos hicimos muy amigos. Su familia me abrió las puertas de su casa y fui tratado como un hijo más. Ella tenía novio y planes de boda y hablaba de su futuro con el brillo de la ilusión y la esperanza. Decía que para qué ibas a vivir siendo feliz al 80% si puedes serlo al 114% o al 130%. Éramos amigos. Luego volví a España y –bendita juventud – nos prometimos no perder el contacto. "No te olvides invitarme a tu boda", le dije. Como el hipotético lector habrá deducido, no volví a verla en años.
Me fui enterando de cosas a través de amigos comunes. Una vida dura. Como desgraciadamente las hay tantas. Se fue de su país y se casó con un verraco de tres pares con el que no pudo ni vivir decentemente. Tuvo una hija y se separó. Sufrió lo escrito y lo por escribir. Volvió a su país tras doce años de lucha, sin un duro y con su hija de diez años porque pensó que así su hija estaría más protegida. Si, ya sé que las madres tienen que proteger a sus hijos, pero nada se dice que deban protegerse de la vida mientras lo hacen. De vuelta en su tierra, montó una empresa y -con grandes sacrificios – consiguió ser una de las empresarias importantes de su ciudad. Seis líneas para resumir miles de horas de sacrificio y sufrimiento.
Hace poco recibí un mail suyo preguntando si el autor del libro "Soy Consultor (con perdón)" era yo y, en el caso de que lo fuera, si era el yo que ella creía y que si me acordaba de ella. Le contesté que sí a las dos cosas y, tras ponernos más o menos al corriente de la vida, aprovechamos uno de sus viajes a Europa para comer juntos. Los años no pasan igual para todos, reconocí con pesar. Nos contamos la vida – yo, felizmente casado y con siete hijos – y ella enfrascada en su empresa y con su hija adolescente. "Aunque he conocido a un tipo y estoy ilusionada", me dijo. Uno que dice que la hará feliz. Claro. Todos lo intentan, aunque la mayoría no sabe ni por donde empezar. Pero, sabiendo o no, todos lo dicen. Le dije que claro, que seguro. Que a ver si aprovechaba para anular la farsa anterior y casarse como Dios manda. Y claro, me respondió que sí, que está en ello: "Recuerda que te tengo que invitar a una boda" – y remató – "creo que tengo derecho a tener la posibilidad de ser feliz ¿no?".
Es curioso. Se ha sacrificado gran parte de su vida para sacar adelante una hija más sola que la una, resistió como una jabata un matrimonio con un verraco en un país extraño, trabaja de sol a sol para sacar adelante a la familia y ¡aún se pregunta si tiene derecho a ser feliz! Y me he quedado pensando –me debo estar haciendo mayor – que hay vidas que merecen una dosis extra de felicidad. Porque ya han tenido la dosis extra de sacrificio. Y que en el más allá seguro que se lo tienen en cuenta, pero en el más acá tienen todo el derecho a ser igual de felices que los demás. Porque ya han procurado la felicidad, y hay veces que hacerlo supone un gran sacrificio. De hecho, como conocen los sinsabores, la valoran más. Nadie tiene derecho a juzgar ni a interferir en esa felicidad.
Merece la pena intentarlo con valentía. Los cobardes no llegan a nada.
Yo no sé si Dios juega a los dados o no. Pero si lo hace, ojalá esos dados marquen el 130% de felicidad.
Para siempre.
Ojalá.