domingo, 30 de septiembre de 2012

El Opus

Pues sí. Hacía un tiempo que no pasaba por "el Opus", que es como llamaban hace años – y, según me cuentan, algunas personas en la actualidad – a la Clínica Universitaria de Navarra. Y estuve por ahí porque a mi madre, a los setenta y siete años, le detectaron un cáncer en la boca de pronóstico complicado y nos fuimos zumbando a Pamplona, a que la trataran.

Yo, que estudié (más o menos) en Pamplona, y que, como todo universitario intenté aprobar mientras me dedicaba a lo importante, visité bastante la Clínica Universitaria. Por un lado mi hermana Elena pasó larguísimos periodos de recuperación por las llagas que se le formaban por ir en silla de ruedas, y por el otro, fui paciente de la clínica por obra y gracia de mi queridísimo Tito Moncada, con el que me pegué una galleta tremenda en la carretera de Goimendi en un bólido conducido (más o menos también) por él. Estuve tres días en la UVI y un par de semanas en planta antes de que me dieran la patada a casa.

Pues bien, a mí se me había olvidado totalmente todo lo relacionado con la Clínica (supongo que es un mecanismo de defensa) hasta que la pisé de nuevo. Y acostumbrado a niveles de servicio "adecuados" (gran barrera para la excelencia) y con el concepto general de que en Navarra te cuidan mucho, entré en una vorágine de calidad en el servicio de la que no me he recuperado. Desde que entras hasta que sales, el trato profesional es excepcional y los medios son extraordinarios. Pero nada de eso es realmente diferencial. Lo diferencial es el trato humano. Podría definirlo de muchas maneras – exquisito, excepcional – pero me quedaría corto. Todo en la Clínica está diseñado para que el trato integral a la persona enferma y sus familias sea excelente.

Podría poner multitud de pequeños ejemplos (la excelencia siempre se concreta en multitud de detalles pequeños) y de enormes ejemplos. Desde la pericia profesional del equipo de cirujanos que durante dieciséis horas de reloj operaron a mi madre en un trabajo de enorme complejidad. Equipo que – era ya la una y cuarto de la madrugada -, a la puerta de la UCI, nos contaron con pelos y señales cómo había ido la operación a toda la familia (los doce hermanos, mi padre y mi tío Luis Antonio). Y todo eso sin un gesto ni de mínimo cansancio. Todo lo contrario, con una objetividad, claridad y amabilidad rayana en cariño que, en esos momentos de enorme tensión, fue recibido como un auténtico bálsamo. Nos partíamos de risa después (los nervios pasados dejaron paso a una alegría desaforada, como casi todo en mi familia) diciendo que los doctores que nos habían informado – jóvenes, con muy buena pinta y que parecía que vinieran de jugar a squash- eran en realidad figurantes que la clínica ponía para informar a los familiares. Pero de figurantes nada. Los doctores Herrera, Ruiz-Cruz y Rehberger dirigidos por el doctor Montesdeoca, y nuestro querido Rafa Moncada, anestesiólogo, estuvieron ahí, sin prisas, contestando todas nuestras preguntas después de un trabajo duro y bien hecho.

Y podría hablar del trato eficaz, afectuoso y delicadísimo de las enfermeras de la Clínica. Deberían escribir un libro – seguro que hay muchos escritos – sobre el efecto beneficioso del cariño en el trato al enfermo. De cómo poniendo el corazón en lo que haces, los resultados siempre son buenos. Yo salí enamorado de todas y cada una de esas mujeres que han decidido que trabajar de forma que el paciente se sienta asistido y querido es una buena forma de trabajar. Quizá la única. Yo soy muy poco llorón, pero cada vez que entraba Marta, enfermera guapa y navarra – "¿un pinchacico, Elena?"– para cuidar a mi madre doliente como si fuese la suya, tenía que mirar por la ventana para no perder mi fama. Porque eso era para llorar como una Magdalena.

Y ya sé, porque no soy idiota del todo, que esa forma de trabajar no es casual, que no es sólo que la dirección de la Clínica haya decidido "seguir la política de la excelencia". Es mucho más. En todo eso subyace una manera de entender lo que es la persona – alma y cuerpo – anclada en la antropología cristiana y envuelta en un espíritu determinado. Pero hecha operativa de forma maravillosa. Concretada en miles de gestos que hacen que el enfermo se sienta querido. Seguro que como en muchos sitios, cierto. Pero yo sólo hablo de lo que vi y viví en la Clínica Universitaria de Navarra, obra corporativa del Opus Dei.

Volví al Opus.

Todavía voy dando gracias.

miércoles, 4 de julio de 2012

Amigos

Total, que había acabado la semana anterior muy preocupado y esta la empecé más o menos igual. Como creo haberlo dicho ya, llevo muy mal la enfermedad ajena, y si es de alguien cercano, como es el caso, fatal. Y esto no es nuevo. Me ha pasado toda la vida. Cuando mis hijos eran pequeños y estaban enfermos – una de mis hijas tenía unos fiebrones fenomenales - el que acababa enfermo era yo, de verlos. O sea, que lo del sufrimiento ajeno me puede. Y trabajas, te reúnes, comes, cenas, duermes… vives, en suma, intranquilo. Y andas de aquí para allá con un nudo en el estómago. Como me gusta precisar, diría que es un nudo de los llamados "As de guía español", que parece que es para cargas pesadas y difícil de deshacer. En fin. Toda esta introducción sobre nadas y nudos era para decir que así andábamos: jodidos.

Ya se sabe que cuando uno está jodido, cuesta ver las cosas con alegría, optimismo y paz. Es lo que tiene el asunto: el hombre es así. Y aunque está hecho para vivir feliz, muchas veces andas angustiado, con esa sensación extraña en la piel, ese temblor en el ceño y ese desasosiego desde la nuca hasta los pies. Bueno, también hay héroes de esos que los miras y alucinas que, aunque les caigan chuzos de punta, sonríen como si nada pasara. Incluso los hay que dan gracias a Dios por todo lo que les pasa, sea bueno, malo o regular. Yo conozco alguno, y son admirables. El caso es que estaba un poco cansado de no encontrar el tono vital de casi siempre. Cansado de forzar el gesto positivo en comidas y reuniones. Cansado. Así que el martes agarré el teléfono y llamé a Rafa para anular la comida que tenía ese mismo día. No me gusta hacer eso pero necesitaba estar solo, rumiar mis preocupaciones, darme un poco de pena y seguir.

Desgraciadamente no pude. Un móvil fuera de cobertura y una secretaria que ya había reservado hicieron que me plantara en el Restaurante a la hora en punto. Y allí estaba Rafa. Aclaro lo que he dicho ya: yo tengo muchos más amigos de los que querría, a pesar de mi resistencia activa a hacer amigos nuevos. Y de entre esos amigos, tengo amigos trabajadores, puntuales, serios, eficaces y ocupadísimos, como Rafa. Y otros que son unos vividores, mujeriegos, enormes bebedores, a los que todo se les da una higa, con un huevo de cosas condenables y a los que lo que puedan pensar los demás les deja fríos. Como Rafa.

Total, que tras un abrazo, nos sentamos en la mesa del Merendero de la Mari, en plena Barceloneta. Y empezamos a hablar. Le conté en un par de minutos que andaba preocupado y el por qué. Escuchó seriamente y me dijo: ¿qué vino pedimos? Hablamos un rato de vinos – yo sé más bien poco – y no tengo ni idea de por qué la conversación se deslizó por otros vericuetos. Y entre vinos y vieiras, navajas y calamares, y más vino y casi todo lo que nos apeteció – que fue mucho – estuvimos horas – interrumpida por una llamada que hizo Rafa -hablando de lo divino y lo humano y de lo profesional y de los inicios, de cuando éramos jóvenes. Y nos caíamos de risa cuando le conté que, en una de las primeras entrevistas de venta que tuve, en Canarias, con un calor tremendo, le dije a la posible cliente – una señora estupenda- "¿le importa que me quite la camisa?" y ella, sin dejar que reparara mi error, veloz, me replicó: "quizá haya que esperar primero a que hayamos firmado el contrato ¿no? Lo digo por tener algo en común". Y Rafa me contó cómo contrató a Chiquito de la Calzada, antes de que fuera famoso. Y que, con un par, se lo llevó a la convención de directivos de una Caja de Ahorros, y que aún recuerda al Presidente – un tipo serio y estirado - llorando de risa – fistro, pecador de la pradera, tedacuéen – pidiendo al humorista que, por el amor de Dios se callase. Y le conté mi primera intervención en una consulta, en Valencia - con mi padre y mi hermano Leo -, en la que, estaba tan nervioso, que convertí la crítica constructiva que tenía que hacer de cada participante, en una retahíla incomprensible de palabras, en las que destacaba de vez en cuando, un juicio ofensivo a los participantes, que miraban atónitos cómo un chaval los insultaba. Dos horas después, camino de Barcelona, mi hermano Leo tuvo que parar el coche porque se moría de risa.

Y así pasamos seis horas, comiendo y llorando de risa. Y cuando la camarera se fue y nos dijo: "no se olviden de cerrar cuando se vayan" nos dimos cuenta de que había que levantar el campamento. Y con mucha coña, le dije a Rafa: "¿Tú qué tenías que hacer esta tarde?". Y cuando me contestó que tenía que haber volado a la Coruña, pero que tranquilo, que ya lo había anulado, lo miré con sorna, pero su cara me dijo que era verdad. Y recordé esa discretísima llamada durante la comida. Y el cambio de planes. Y la coña, y las risas, y las historias, y el vino, y la comida hasta las nueve de la noche y todo eso que hizo mi amigo Rafa porque en el minuto uno de la comida vio que estaba jodido. Y cuando nos despedimos y le di las gracias – de verdad, gracias- , me miró con esa cara de "anda no me jodas, para qué te crees que están los amigos".

Y pensé que soy un privilegiado por tener los amigos que tengo. Amigos que están cuando los necesitas. Que no se borran. Que no se excusan. Que no se esconden. Que hablan poco y hacen mucho. Generosos y desinteresados. Que te conocen. Con tus cosas buenas y malas. Sin juzgarte. Ni tú a ellos. Y que a pesar de todos tus defectos y, seguramente también por todos ellos, siguen siendo amigos. Y sabes que ahí están y ahí estarán siempre.

Sigo con el nudo en el estómago.

Pero pesa menos.

viernes, 25 de mayo de 2012

“Cloquetas”

Andabas marcando paquete, porque tú siempre fuiste así. Un tipo superior. Cutre power. Daba igual que algunos pijos de mierda de tu clase o ese par de empollones a los que tenías acojonados en el "insti" se rieran de ti por lo bajini cuando metías la gamba hablando -"el otro día ganemos al fúmbol"- o sacabas pecho ante ese par de chonis que, como eran tan paletas como tú –"cloquetas, pograma" – andaban encantadas con tu cresta del pájaro loco, tus tatuajes de amor de madre, tus piercings, tus pantalones que cortan la circulación o esa mierda de botas de imitación de serpiente que compraste a un buhonero tronado que perdía su vida por la marginalidad donde naciste y te criaste.

Y sí, pasaste mucho de esa mierda del estudio. Y no eres culpable, porque tus padres apenas tuvieron tiempo de educarte trabajando quince horas al día para que tú, pedazo de capullo, decidieras perpetuar su miseria. Y hermano, no tuviste ni la excusa de tener una familia desestructurada, ni que tu madre fuera puta a horas o tu padre un alcohólico con bate de beisbol. Nada de eso. Dos humildes trabajadores andaluces en una Cataluña rica que gastaron todas sus fuerzas en darte de comer y suplicarte – tu madre entre lágrimas, tu padre a gritos- que estudiaras, para poder labrarte un futuro mejor que el que tuvieron ellos. Lo que los padres normales y corrientes desean para sus hijos. Y que los hijos a veces escuchan y a veces no.

Incluso tuviste la potra de tener algún amigo de verdad – eso no pasa siempre – que te dijo y redijo y se cansó de decirte que corrigieras el tiro. Que el tunning, las tías, los porros, las copas y las peleas tienen fecha de caducidad. Y que la juventud pasa a toda leche. Y que para cuando la vida te da los primeros golpes, es bueno tener algo que te mantenga firme en el suelo. Algo más sólido que unas botas de serpiente sintéticas. Pero pasaste mucho de esa brasa. Que estudie su padre.

Y te pusiste a currar. De obrero de la construcción. Vaya, de paleta de toda la vida. Y pillaste la época en la que en España se construía al son de la desvergüenza de los bancos, de las promociones en terreno radioactivo, de la estupidez de las parejas de catre y piso, de la pasta que iba y venía para todo el mundo. Incluso para los paletas. Y te levantabas algunos miles de pavos al mes. Y como eras joven y tonto del culo, pensaste que la "barrecha", el colegueo, el curro del ladrillo – duro pero bien pagado - , el silbido y la grosería a la chorba desde el andamio y el vacile al capataz iban a ser eternos. Hasta que todo empezó a irse a tomar por culo. Y lo viste por la tele, cuando te estabas dando el filete con la Jessica. Un tipo con corbata llevando una caja con sus cuatro cosas saliendo de un edificio de Nueva York. Y algo así como Lehman Brothers en el titular. Pero no te enteraste ese día. Ni lo sospechaste, porque eres un analfabeto funcional.

Te lo dijeron un mes más tarde. Y ahí si lo pillaste a la primera: a la puta calle. Intentaste balbucear al capataz que no te hiciera eso, que justo el día anterior la Jessi había venido con una falta y, aunque te costó, al final dedujiste que estaba preñada. Pero al capataz, tú, la Jessi y la madre que te parió se la sudaba mucho. Tú eras español y caro. Y hay una cola de senegaleses que curran más, hablan menos y no son tan gilipollas. Y ya puestos, te confesó que le caías como una patada en los cojones y que pasaras por la oficina, recogieras el finiquito y te abrieras.

Y ahí estás. Con tus padres y la Jessi. Y su bombo. Y tu coche tuneado que no sacas porque no tienes ni para gasolina. Y ya no marcas paquete ni marcas nada. Y tienes la suerte que no tienen otros. Tienes unos padres que te han acogido y que intentarán educarte otra vez. A tus 27 tacos. Gilipollas.

Lo llevabas marcado a fuego en tu cuerpo. Carne inmisericorde de paro.

Porque es mentira que el paro se geste en las crisis.

En las crisis se agrava, pero gestarse, se gesta en la adolescencia.

Ahora ya lo sabes, chaval.

Tarde. Pero lo sabes.

lunes, 20 de febrero de 2012

Que seas feliz

La conocí hace más o menos veinte años en un país de América del Sur, en unos de esos viajes de cuando eres joven y todo te parece nuevo, y los colores son más vivos y los olores más penetrantes, y te tomas el trabajo y la vida mucho más en serio de lo que realmente debes. Era la hija de una cocinera de una fábrica en la que trabajábamos y nos hicimos muy amigos. Su familia me abrió las puertas de su casa y fui tratado como un hijo más. Ella tenía novio y planes de boda y hablaba de su futuro con el brillo de la ilusión y la esperanza. Decía que para qué ibas a vivir siendo feliz al 80% si puedes serlo al 114% o al 130%. Éramos amigos. Luego volví a España y –bendita juventud – nos prometimos no perder el contacto. "No te olvides invitarme a tu boda", le dije. Como el hipotético lector habrá deducido, no volví a verla en años.

Me fui enterando de cosas a través de amigos comunes. Una vida dura. Como desgraciadamente las hay tantas. Se fue de su país y se casó con un verraco de tres pares con el que no pudo ni vivir decentemente. Tuvo una hija y se separó. Sufrió lo escrito y lo por escribir. Volvió a su país tras doce años de lucha, sin un duro y con su hija de diez años porque pensó que así su hija estaría más protegida. Si, ya sé que las madres tienen que proteger a sus hijos, pero nada se dice que deban protegerse de la vida mientras lo hacen. De vuelta en su tierra, montó una empresa y -con grandes sacrificios – consiguió ser una de las empresarias importantes de su ciudad. Seis líneas para resumir miles de horas de sacrificio y sufrimiento.

Hace poco recibí un mail suyo preguntando si el autor del libro "Soy Consultor (con perdón)" era yo y, en el caso de que lo fuera, si era el yo que ella creía y que si me acordaba de ella. Le contesté que sí a las dos cosas y, tras ponernos más o menos al corriente de la vida, aprovechamos uno de sus viajes a Europa para comer juntos. Los años no pasan igual para todos, reconocí con pesar. Nos contamos la vida – yo, felizmente casado y con siete hijos – y ella enfrascada en su empresa y con su hija adolescente. "Aunque he conocido a un tipo y estoy ilusionada", me dijo. Uno que dice que la hará feliz. Claro. Todos lo intentan, aunque la mayoría no sabe ni por donde empezar. Pero, sabiendo o no, todos lo dicen. Le dije que claro, que seguro. Que a ver si aprovechaba para anular la farsa anterior y casarse como Dios manda. Y claro, me respondió que sí, que está en ello: "Recuerda que te tengo que invitar a una boda" – y remató – "creo que tengo derecho a tener la posibilidad de ser feliz ¿no?".

Es curioso. Se ha sacrificado gran parte de su vida para sacar adelante una hija más sola que la una, resistió como una jabata un matrimonio con un verraco en un país extraño, trabaja de sol a sol para sacar adelante a la familia y ¡aún se pregunta si tiene derecho a ser feliz! Y me he quedado pensando –me debo estar haciendo mayor – que hay vidas que merecen una dosis extra de felicidad. Porque ya han tenido la dosis extra de sacrificio. Y que en el más allá seguro que se lo tienen en cuenta, pero en el más acá tienen todo el derecho a ser igual de felices que los demás. Porque ya han procurado la felicidad, y hay veces que hacerlo supone un gran sacrificio. De hecho, como conocen los sinsabores, la valoran más. Nadie tiene derecho a juzgar ni a interferir en esa felicidad.

Merece la pena intentarlo con valentía. Los cobardes no llegan a nada.

Yo no sé si Dios juega a los dados o no. Pero si lo hace, ojalá esos dados marquen el 130% de felicidad.

Para siempre.

Ojalá.