Pues sí. Hacía un tiempo que no pasaba por "el Opus", que es como llamaban hace años – y, según me cuentan, algunas personas en la actualidad – a la Clínica Universitaria de Navarra. Y estuve por ahí porque a mi madre, a los setenta y siete años, le detectaron un cáncer en la boca de pronóstico complicado y nos fuimos zumbando a Pamplona, a que la trataran.
Yo, que estudié (más o menos) en Pamplona, y que, como todo universitario intenté aprobar mientras me dedicaba a lo importante, visité bastante la Clínica Universitaria. Por un lado mi hermana Elena pasó larguísimos periodos de recuperación por las llagas que se le formaban por ir en silla de ruedas, y por el otro, fui paciente de la clínica por obra y gracia de mi queridísimo Tito Moncada, con el que me pegué una galleta tremenda en la carretera de Goimendi en un bólido conducido (más o menos también) por él. Estuve tres días en la UVI y un par de semanas en planta antes de que me dieran la patada a casa.
Pues bien, a mí se me había olvidado totalmente todo lo relacionado con la Clínica (supongo que es un mecanismo de defensa) hasta que la pisé de nuevo. Y acostumbrado a niveles de servicio "adecuados" (gran barrera para la excelencia) y con el concepto general de que en Navarra te cuidan mucho, entré en una vorágine de calidad en el servicio de la que no me he recuperado. Desde que entras hasta que sales, el trato profesional es excepcional y los medios son extraordinarios. Pero nada de eso es realmente diferencial. Lo diferencial es el trato humano. Podría definirlo de muchas maneras – exquisito, excepcional – pero me quedaría corto. Todo en la Clínica está diseñado para que el trato integral a la persona enferma y sus familias sea excelente.
Podría poner multitud de pequeños ejemplos (la excelencia siempre se concreta en multitud de detalles pequeños) y de enormes ejemplos. Desde la pericia profesional del equipo de cirujanos que durante dieciséis horas de reloj operaron a mi madre en un trabajo de enorme complejidad. Equipo que – era ya la una y cuarto de la madrugada -, a la puerta de la UCI, nos contaron con pelos y señales cómo había ido la operación a toda la familia (los doce hermanos, mi padre y mi tío Luis Antonio). Y todo eso sin un gesto ni de mínimo cansancio. Todo lo contrario, con una objetividad, claridad y amabilidad rayana en cariño que, en esos momentos de enorme tensión, fue recibido como un auténtico bálsamo. Nos partíamos de risa después (los nervios pasados dejaron paso a una alegría desaforada, como casi todo en mi familia) diciendo que los doctores que nos habían informado – jóvenes, con muy buena pinta y que parecía que vinieran de jugar a squash- eran en realidad figurantes que la clínica ponía para informar a los familiares. Pero de figurantes nada. Los doctores Herrera, Ruiz-Cruz y Rehberger dirigidos por el doctor Montesdeoca, y nuestro querido Rafa Moncada, anestesiólogo, estuvieron ahí, sin prisas, contestando todas nuestras preguntas después de un trabajo duro y bien hecho.
Y podría hablar del trato eficaz, afectuoso y delicadísimo de las enfermeras de la Clínica. Deberían escribir un libro – seguro que hay muchos escritos – sobre el efecto beneficioso del cariño en el trato al enfermo. De cómo poniendo el corazón en lo que haces, los resultados siempre son buenos. Yo salí enamorado de todas y cada una de esas mujeres que han decidido que trabajar de forma que el paciente se sienta asistido y querido es una buena forma de trabajar. Quizá la única. Yo soy muy poco llorón, pero cada vez que entraba Marta, enfermera guapa y navarra – "¿un pinchacico, Elena?"– para cuidar a mi madre doliente como si fuese la suya, tenía que mirar por la ventana para no perder mi fama. Porque eso era para llorar como una Magdalena.
Y ya sé, porque no soy idiota del todo, que esa forma de trabajar no es casual, que no es sólo que la dirección de la Clínica haya decidido "seguir la política de la excelencia". Es mucho más. En todo eso subyace una manera de entender lo que es la persona – alma y cuerpo – anclada en la antropología cristiana y envuelta en un espíritu determinado. Pero hecha operativa de forma maravillosa. Concretada en miles de gestos que hacen que el enfermo se sienta querido. Seguro que como en muchos sitios, cierto. Pero yo sólo hablo de lo que vi y viví en la Clínica Universitaria de Navarra, obra corporativa del Opus Dei.
Volví al Opus.
Todavía voy dando gracias.