Se llamaban Diego y Xavi y los conocí el verano de 1984 en la terraza del bar 8668 de Castellterçol a las dos o tres de la madrugada. No sé muy bien qué coño hacían allí ni qué cuerno hizo que empezáramos a hablar, pero nos encontramos contando nuestras vidas sin prisas alrededor de una mesa entre tabaco negro y cervezas. Y no tengo ni idea de qué mentiras les conté yo sobre mis amplias experiencias vitales a los diecinueve, pero recuerdo perfectamente los silencios que guardaban ellos mientras desbarraba contando chorradas sobre tías y coches. Y creo que amanecía cuando – no sé por qué – decidieron contar su historia. Una historia jodida, dura, cruel, seca. Pero una historia de época. De aquellos años. Anticipo que, en general, no me creo a cualquier gilipollas. Pero esos dos de gilipollas no tenían ni un pelo.
Y su historia no era nada original, la verdad. Veinteañeros heroinómanos en los ochenta era algo jodidamente normal. Lo de ahora es un chiste malo comparado con aquello. Diego, un tipo tranquilo, estatura media y fornido, con veintitrés años marcados a fuego en unos ojos de esos que han visto demasiado y Xavi, alto y espigado, pura fibra y nervio, un par de años menos y buscando permanentemente el asentimiento de su colega. Según dijeron, habían salido de la cárcel (eso del talego lo dejo para los que hayan estado) un par de meses antes, habían decidido dejar ese rollo y se habían comido el mono tiritando o tirados por las Ramblas y sus callejuelas, atracando a punta de navaja a un par de guiris para poder comer. Y hacía ya un tiempo que no se metían nada y que habían vuelto a sus casas. Diego en una familia bien – según me dijo – en el Eixample y Xavi en una familia normal del barrio de Gracia.
Nos fuimos viendo algunos días de ese verano y acabamos por hacernos muy amigos. Estuvieron en casa – modales exquisitos - y yo fui alguna vez a la de Xavi. Diego nunca me invitó. Y conocí la amarga historia del sufrimiento y la soledad de una madre – el padre se había pirado tiempo atrás – y una hermana que no tenían ni idea de qué es lo que tenían que hacer y que – la vida es crudelísima – sólo estaban tranquilas cuando Xavi estaba en la cárcel. "Ahí tiene la enfermería cerca", me dijo con una mirada resignada su madre. Éramos amigos, y ambos contaban lo que querían cuando querían. Pasaron algunos meses y un día Diego se plantó en mi casa. "Xavi ha vuelto a engancharse. No le cojas el teléfono. No bajes si te llama. No vayas a su casa. No veas a su familia. Sólo busca dinero. Nada más. No le busques. Y que no te encuentre. Y lo mismo te digo de mí si te enteras que me he vuelto a enganchar. Nunca te buscaré para que me ayudes. Te buscaré para robarte. Ya te iré contando. Nos veremos", me dijo.
Y sí, nos volvimos a ver. Una vez más a cada uno. Xavi me llamó y quedamos en un bar. Mi amigo ya estaba hundido en ese pozo inmisericorde de la heroína. Le di 1.000 pesetas y le pedí que no me llamara más. No me dio ni las gracias. Se levantó y se fue. Lo encontraron tirado tras una fuente – a escasos metros de su casa - en la calle de la Torre en Gracia. Todavía tenía la aguja clavada. Estuve en el entierro. Diego no.
No supe ni quise saber de Diego. Luego me fui a Pamplona a estudiar, me hice mayor, tuve familia y no volví a acordarme de él nunca más. Hasta que me lo crucé en Barcelona hace un par de años mientras paseaba con mi amigo Nacho Febrer por Santa María del Mar. Creo que salíamos de Misa. Nos miramos un rato pero no me reconoció. Tendió la mano para pedir algo. Ojos vidriosos en una cara demacrada. Nada quedaba de su aplomo. Nada quedaba de Diego. Murmuró algo. Saqué cincuenta euros y se los planté en la mano. Brazos tatuados. Marcas violáceas. Me miró con la mirada perdida entre brumas y acertó a balbucear: "Tú". Sonrió, tropezó, bajó las escaleras como pudo, esquivó a dos quinceañeras que fumaban un porro y se perdió entre las callejuelas con los cincuenta euros agarrados como si la vida le fuera en ello. No creo que me reconociese. Sé que no me reconoció.
Leí su esquela en la Vanguardia poco después. "Sus afligidos padres… murió cristianamente (sic)… deja esposa y dos hijos… se ruega una oración por su alma". No fui a su funeral. No hubiera resistido ver a los niños. NI conocer a su madre.
Hay vidas enteras de penitencia.
Y modas que las carga el diablo.
Ojalá descansen en paz.
De una vez.