lunes, 29 de noviembre de 2010

Cristiano Ronaldo

No, si personalmente el pájaro me cae como una patada a traición en la boca del estómago. No me iría a tomar una copa con él ni aunque estuviera rodeado de todas las zorraherederas de imperios hoteleros. Que lo está. Me parece un cantamañanas. Me cae tan mal, que si por casualidad Sandro Rosell enloquece y echa a Guardiola y ficha a Paris Hilton como entrenadora del primer equipo (Laporta ha fichado para su ¡exitosa! campaña o lo que sea que ha hecho a la actriz porno Maria Lapiedra, así que todo puede pasar) y ésta nombra a Ronaldo como delantero centro y trajinador particular, me borraré del Barça y me haré seguidor del Español, que es un equipo que siempre está ahí, sufridor, pequeño y feo como el jorobado de Notre Dame, pero con una afición (gran misterio) que se identifica con esos colores tan cercanos al blanco…

Pero en el rollo profesional, el portugués de oro es otra historia. Además de ser uno de los mejores futbolistas del momento – lo de Messi, le guste a quien le guste y le joda a quien le joda es otro nivel – es un tío muy serio que entrena más que ninguno para ser el mejor. Que no sale cuando hay que currar – no como nuestro querido y simpático Ronaldinho, que acababa con las reservas de alcohol del Baix Llobregat fuera el día que fuese – y que, además, sabe que es muy bueno y no va por el mundo de humilde total ni agachando la cabeza por jugar tan bien al fútbol. Y eso es una de las cosas que más me gusta de este imbécil. Su total y absoluta falta de humildad. Me gusta.

Y me gusta porque Dios le dio unas capacidades determinadas, y el tío, como si fuera Terminator, se ha dedicado a potenciarlas, desarrollarlas, perfeccionarlas, machacándose para intentar ser el mejor. A fuer de ser exagerado, vive obsesionado con ser el número uno. Y si no lo es, es por mala suerte, porque ha coincidido con ese milagro en forma de pulga argentina. Y Cristiano me gusta porque no se calla. Lo dice, lo exhibe y lo echa en cara. Y sí, es muy cierto que si fuera humilde, pues sería estupendo para su alma y a los adversarios les jodería menos. Pero, objetivamente, en ese circo, no tiene ni un solo motivo para ser humilde. Ahora lo que tiene que ser es soberbio, altivo y gilipollas. Porque todo eso le define. Y porque los que empezamos a ser mayores, sabemos que tendrá miles de motivos para ser humilde a la fuerza cuando deje de tener esa velocidad explosiva, o su disparo pierda fuerza o precisión, o su hija se enamore de un carnicero bizco de Milwaukee o le pase cualquiera de esas cosas divertidísimas con las que la vida te va poniendo en tu sitio.

Además, es que a mí los humildes me ponen de mala leche. Naturalidad, joder. Si eres listo no tienes por qué ir diciendo que eres gilipollas o soltando insensateces para igualarte con los tontos. Y si haces tal o cual cosa con – como diría algún giliheadhunter – un desempeño superior, no tienes por qué ocultarlo, ni decir que sí, que en fondo eso lo hace cualquiera. Porque no es verdad. Y porque detrás de algo bien hecho siempre hay una cierta facilidad – o cualidad innata – o no, y – esto seguro - millones de horas de trabajo, entrenamiento, repetición, en suma, búsqueda de la perfección. Hay tantas horas – esto lo saben bien quienes se toman en serio cualquier cosa – que cuando te encuentras a un perezoso que, con cara de admiración te mira y te suelta, por ejemplo: "¡claro, es que tú tienes facilidad para vender consultoría!", lo que te apetece decirle es que sí, que la capacidad de venta de consultoría te la traspasan con la leche materna, y que se deje de gilipolleces y se ponga a currar. O que haga lo que le salga de las narices, pero que no toque los huevos.

Por eso, cuando Cristiano les dice a los periodistas, acostumbrados a acojonar al personal – otro día hablaré del poder de informar en manos de inútiles o indecentes – que "al que no le guste lo que hago que cierre los ojos" o "si le gusta el fútbol le gustará lo que hago" pues qué quieren que les diga, a mí que me gusta el fútbol, pienso, "olé tus pelotas, chaval".

A pesar de tu cresta, hortera.

¡Qué jugador!

¡Qué gilipollas!

lunes, 22 de noviembre de 2010

¡No quiero más amigos!

No sé muy bien por qué, pero resulta que tengo amigos. No hablo de mis queridos amigos del facebook, a la mayoría de los cuales ni conozco ni conoceré en mi puñetera vida. Hablo de los amigos de verdad, de esos con los que, en algún momento de la existencia, algo hice para conectar o no, y que tras varias desconexiones o conexiones, pues eso, tienen clavada esa etiqueta a la que la gente le da tanto valor.

Esto de los amigos es muy curioso, o sea, uno hace el mayor de los esfuerzos por vivir con el menor número posible de relaciones humanas cercanas y no hay manera. Parece que el ser humano tiene un imán en el alma. La gente te rodea, se acerca, se comunica más o menos torpemente, te suelta un rollo que te cruje, escucha tus chorradas y, al final, pasa eso, que tienes un amigo donde antes no tenías nada. Y eso debe ser normal y hasta bueno, porque cuando le preguntan a un fulano de andar por casa qué es lo más importante del mundo mundial y tres armarios, después de mentar a la familia directa – la suegra y todo el rollo "políticomatrimonialinevitable" lo obvian hábilmente – sueltan eso tan manido de la importancia de los amigos. Pues vale. Será así.

Hace un tiempo, cuando mi padre cumplió creo que 70 años, los hijos le montamos un sarao y un libro, hicimos una lista de amigos para que pusieran algunas palabrejas sentidas o no así como de recuerdo y cuando llevábamos 300 pues paramos, porque aquello amenazaba con ser el Larousse de la amistad. Y esto es así porque mi padre es un profesional de los amigos. Es de esos que llama siempre en los cumpleaños, santos, aniversarios, etc. Y claro, a la peña eso le encanta. Probablemente porque es lo que hay que hacer. Yo simplemente no sé hacerlo. O sea, no me sale. Pero bueno, no dejo de intentarlo. O sea, que estoy en ello (recurso dialéctico que significa que paso cantidad de hacerlo). Lo que es seguro es que si llego a los setenta mis hijos lo tendrán más fácil.

Pero aún así, tengo un montón de amigos. Algunos son de esos que desearías no haberlos conocido, más plastas que la gallina Caponata o más cursis que Antonio Banderas – alguno tengo que viste pantalones rojos y todo -, pero ahí están. Y supongo que ellos piensan cosas similares de mí, pero no se mueven los tíos. Como todo el mundo los tengo de todos los colores y condición, antigüedad, creencias, sexo y capacidad. Tengo amigos tontos del culo y lumbreras, amanerados y machotes, recién salidos del horno y con más telarañas que mis palos de Golf, cantantes, críticos taurinos, abogadetes, consultores, parados. Tengo hasta amigos curas, de esos de negro. Que ya es tener.

El otro día nos fuimos a cenar Maite y yo a casa de unos amigos. En este caso es cierto lo de matrimonio amigo, porque somos amigos de los dos. Él, un viejo rockero que a los cuarenta y pico y con ocho hijos detrás le ha dado la ventolera de montar una banda de pirados que tocan de maravilla. No sé si se disolverán en dos meses, pero en el "mientras" se lo están pasando como enanos. Ella, una mujer estupenda a la que el tiempo y la maternidad la han convertido en una mujer de bandera. Como añadido imprescindible andaba un amigo común, que – el cabrón de él - a los cuarenta sigue soltero y que el día menos pensado se levantará una torda espectacular como Dios manda y, tras el obligado paréntesis de prospección interior, la llevará al altar y se verá rodeado de churumbeles en menos que canta un gallo.

El caso es que entre la compañía, la cena ligera, los cigarrillos, las risas, los recuerdos amables, el vinito, los cafés y las copas, allí se estaba en la gloria. Tan en la gloria que a eso de las cuatro de la mañana – siete horas después del inicio de la cena – alguna empezó a decir eso de "estos señores tendrán que descansar" y, como pasa siempre, una hora después ya nos íbamos.

Y me dio por pensar. Ya se ve que pensar con un litro de vino y algo más de licor entre pecho y espalda da para desbarrar en chorradas múltiples. Y a mí me dio por pensar en que si el más allá para los buenos existe, quiero que sea esto. Y como las estupideces que pienso procuro, si no razonarlas, sí cuantificarlas – defecto heredado, sin duda, de un padre ingeniero – pensé: unos 10.000 millones de humanos allí, todos en plan celestial, a un par de horas de cenas gloriosas con cada uno, salen unas 20.000 millones de horas de gloria bendita, bebiendo y comiendo como en casa de Jordi y Marta, o sea inenarrable. Y eso, según un cálculo que me he molestado en hacer, resulta que son – más o menos – unos 2 millones de años. Eso sólo cenando.

No quiero ni pensar el resto del día.

Levito sólo de pensarlo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Ratzinger

Que sí. Si está más claro que el agua. Que tiene menos gracia que Juan Pablo II. Es menos viajero, tiene una cara menos afable, más dura, de esas a las que queda mejor un reproche que una sonrisa. Que sí, que conecta menos con el pueblo y a algunos católicos – entre los que me cuento – nos gusta menos que el otro. Mi mujer, que es muy buena persona, dice que este Papa es más de leer que de escuchar. Pero a mí eso me suena a excusa de santo. Y la verdad es que este Benedicto XVI queda peor en la tele y en las fotos. Eso es indudable. Y, además, ese rollo de que ha sido el Inquisidor de la Iglesia ha calado en la marabunta que, que jaleada convenientemente por algunos que odian a la Iglesia, ha hecho que gente de bien mire con cierto recelo a un hombre sobre el que descansa una responsabilidad enorme y que nadie quiere. Ni los cardenales. Un pariente mío, que fue cardenal durante muchísimos años, me dijo un día: "Para ser cardenal, hay cola. ¡Pero para ser Papa no hay ni uno!". Y es que el Cardenal Javierre, además de ser un santo y un teólogo de una gran finura, era una persona muy divertida.

Hay buenas biografías sobre Benedicto XVI y más que las habrá. Un sacerdote amigo mío, Pablo Blanco, ha escrito un libro que debe de ser una maravilla y que un día, probablemente cuando ya no sea Papa, me leeré. Pero yo, que de Ratzinger sé más bien poco, sé algunas cosas. Por ejemplo, que en la época post conciliar, entre floridas interpretaciones del Vaticano II y la efectiva estrategia de penetración marxista en la Iglesia, concretamente en las comunidades de base, con gran expansión en Iberoamérica pero también en España y Europa, con el apoyo intelectual inestimable de la teología "progresista" alemana y algunos jesuitas españoles, no fue sino el cardenal Ratzinger quien se mantuvo firme como una roca frente a esas desviaciones liberacionistas. O sea, marxistas en su inspiración, constitución y praxis. Vacías de teología y llenas de una antropología directamente marxista. Fue Ratzinger (y obviamente Juan Pablo II) quien luchó como pudo contra esa marea, desde mi punto de vista, perfectamente orquestada en aquella época por el marxismo internacional, de manera que caído el muro, se acabó la teología de la liberación, aunque no sus efectos en forma de profunda división de la Iglesia en muchos países, sobre todo latinoamericanos,

Mientras su amigo Küng desbarraba (es así, son amigos), él mantuvo incólume el dogma. Y sí, ya sé que eso es especialmente molesto para los que piden que el dogma se disuelva como una azucarillo y que el derecho divino positivo pase a ser derecho (o no) mundano para que la Iglesia se haga más comprensiva con los que quieren amancebarse con la mujer del prójimo sin mayor consecuencia o aquellos que quieren que se abra a la gran verdad de que la persona es o no es persona dependiendo de lo que apruebe un parlamento (como si algunos cientos de representantes - alguno profundamente tonto - pudieran conformar realidades que exceden de sus pobres entendederas), o aquellos que, con la excusa de un gran amor eclesial (me descuajeringo de risa), no tienen contemplaciones en masacrar a todos los que guardan estricta fidelidad a la Iglesia y a Cristo.

Y ha sido Ratzinger quien, con un par de narices - ¡ya era hora! – ha empezado a destapar los nauseabundos casos de pederastia en la Iglesia. Y a pedir perdón. Y a decir que se han hecho las cosas muy mal. Y a provocar una crisis en la Iglesia de la que saldrá – sin duda -más pura. Sólo me ha faltado que entregase uno por uno a las autoridades a todos esos hijos de mil padres, abusadores y violadores, para que purgaran en la tierra todo el mal causado, antes de que revienten y se pudran en el infierno o donde vayan a ir esos delincuentes. Gentuza.

Este sábado iré a recibirle al Palacio Episcopal con mi mujer y los siete hijos.

Y al día siguiente iré a verle a la Sagrada Familia, con mi mujer y los siete hijos.

Por todo lo anterior y, si, también para molestar a esa peña que odia a la Iglesia. Pero sobre todo porque, con sus enormes imperfecciones – mínimas comparadas con las mías -, es Cristo en la tierra.

Y eso es muy serio. Para un católico, demasiado serio como para no ir.

Bienvenido, Benedicto XVI.

lunes, 25 de octubre de 2010

El florecimiento de los capullos vivientes

Sólo pensar que existe la remota posibilidad de que permitan el uso de los teléfonos móviles en los aviones me provoca crueles sarpullidos y océanos de sudores fríos; tan mal me encuentro que estoy a pique de telefonear a mi queridísimo Pepiño Blanco y rogarle e implorarle por Santa Bibiana, Santa/o Bibi Andersen, Santa/o/e Aído y la Beata de Virtudes Heroicas Pajín que haga uso de los poderes delegados por el gótico-dórico-jónico y lo prohíba. Por la gloria de su madre. Por Dios bendito. Por el descanso y la paz de mi alma, Rubalcaba mediante.

Están a punto de violar el último sacrosanto lugar de las personas normales. Los gilipollas se meten por doquier. Y este doquier - estrecho, incómodo y mal ventilado, pero vedado a los móviles – era hasta la fecha inexpugnable, bajo las incomprensibles y peregrinas excusas cantadas por la azafata de turno: "Rogamos apaguen los dispositivos electrónicos por el riesgo de que produzcan interferencias con los instrumentos de vuelo". A mi esta frase me parece preciosa, y junto a la gilipollez del chaleco salvavidas en el puente aéreo - por si te caes al Ebro, no vayas a sobrevivir al tozolón y te mueras ahogado -, es una de mis preferidas. Porque está dicha para que la gente la escuche, pase de todo, cierre los ojos y se duerma. O no. O vuele aterrorizada. O se sople tres whiskies. O lo que suela hacer en el avión, pero con la seguridad de que esas palabras de la azafata dando instrucciones absurdas son las únicas que oirás de fondo en todo el vuelo.

Pero eso está a punto de acabar, si alguien no lo remedia, que no lo remediará. Vamos a perder sin lucha el último lugar público que quedaba a salvo de los zombies androides con móvil incorporado que, como aquella peli de Bruce Willis, creen que están vivos, pero en realidad están muertos y que han tomado ya todo espacio público, sagrado o pagano.

Según mi experiencia, los hay de dos tipos: los muertos que se creen Consejeros Delegados de ENDESA y los muertos que se creen Madoff. Los dos creen que están vivos, viven en un mundo que no existe, no saben que han muerto, odian lo que hacen y se creen más de lo que son. A veces interactúan con el mundo que les rodea pero su estado natural es hablar a gritos con un teléfono móvil con – según he podido comprobar - dos objetivos: cerrar absurdos acuerdos que nadie se cree con otros muertos que se creen también Consejeros Delegados (suelen ser IBERDROLA) y criticar o dirigir a otros prójimos que sólo existen en su imaginación. Las conversaciones suelen ser de esta guisa: "Loli, cariño, ¡Cómo es que no han llegado los tablones de contrachapado a nuestra delegación de Ciudad Real! ¿Está Jiménez detrás de eso? ¿Cómo es posible que el track no funcione? ¡Contratamos la trazabilidad de la madre que parió al RFID para estos casos! Habla con la central y que Benita les de caña a esos hijos de puta. ¡Yo no puedo perder ese pedido! ¡Pon a Ramírez en marcha y dile que YO he dicho que enruten la archiCPU del cuadro madre y que, si no chuta, reseteen el sistema entero. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…! ¡Que lo hagan! Just do it! Be water!... o todo desaparecerá como lágrimas en la lluvia ". Y el capullo florecido con esa especie de cosa ridícula sobre su oreja, cuelga o lo que carajo haga, para inmediatamente contactar con el resto de la peña y seguir tocando los huevos un rato.

Es una auténtica tragedia, pero es un hecho incontrovertible: con la llegada del otoño, junto con la caída de la hoja caduca, los capullos perennes florecen que es una barbaridad. Y a mí que florezcan en el amapolado campo me trae al pairo. Pero que lo hagan en el impoluto y cerrado AVE Barcelona – Madrid o a la inversa, me pone de mala leche. Como tengo siete hijos, procuro viajar en preferente – me sale tirao – con la vana esperanza de poder evitar a esos vendedores de cuarta híbridos entre Belén Esteban y Joan Laporta. Pero ya han invadido la preferente y paso de cambiarme a Clase Club. Esto ya es un pastizal y lo dejo para la Nebrera, la Sánchez Camacho y otras políticas así, de alcurnia. Así que me iba en avioncete, a salvo de esta sarta de capullos. Pero esto se acaba. No me dejan más alternativa que aguantarlos. O sea, no sólo no puedo fumar, sino que además estoy obligado a soportar sin arrear guantazos a todo pesado con una Blackberry.

Es curioso. Lo he dicho en algún sitio (cada vez que puedo), pero lo repetiré: el acceso de gente sin ninguna formación a puestos de responsabilidad es letal para las empresas y molesto y casi letal para el resto del mundo.

¿Para cuándo móviles con fotos de capullos asesinados por gritar en espacios cerrados?

"Gritar por el móvil puede provocar la reacción airada del prójimo. No sea imbécil", sería la leyenda.

Pero no caerá esa breva.

A joderse toca.

martes, 7 de septiembre de 2010

¡La hostia!

Madrid. Finales de Julio del presente año. 36 grados al sol, 30 a la sombra, 23 en las lujosas oficinas de una empresa española gordísima. Yo, con traje azul cruzado de verano. Esperando. Mi acompañante, con traje de entretiempo (craso error). Ha venido sudando como un pollo, pero parece que la climatización del edificio va devolviéndole a su ser sólido. Menos mal. También a la espera. Se abre la puerta y aparece el Consejero Delegado. Cordiales apretones de manos. Cruce de corteses intereses. El viaje, bien. Madrugón, ya sabes, etcétera. Y la gran declaración del másmanda: ¡Es que joder, Carlos, en esta puta ciudad hace un calor de la hostia!

San Quirico de Safaja. 16 de Agosto del corriente. 27 grados en la piscina del Club El Roure. Tumbado sobre el césped en bañador. Entre matrimonios amigos, niños, suegras y semovientes. Un tipo inmenso se despereza, se medio incorpora para decir: ¡Aquí se está de la hostia! Después se desploma sobre su toalla, supongo que agotado del esfuerzo mental de tal declarada y sigue tomando el sol como un lagarto, a la espera de que otra neurona se le despierte.

Y entre una reunión y otra, un sinfín, una retahíla inacabable de hostias que hacen que la relación con algunos seres humanos sea más desagradable de lo que debiera. Y es algo consolidado. De moda permanente y desde hace años. Yo lo oí por primera vez a los trece años (¡trece!) y me produjo una sensación incómoda, un malestar interior de una cierta intensidad (tanto que hasta lo recuerdo…) porque para lo que aquel cabestro era una vulgar expresión, para mí era una blasfemia. Y los trece años yo tenía muy pocas cosas claras, pero una de ellas era que la Hostia era el cuerpo de Cristo consagrado, y que uno puede (y debe) patinar con muchas cosas. Pero con otras, exactamente con las que conforman el núcleo de creencias a las que agarrarte cuando todo se va a la mierda, o cuando estás a punto de palmar, con esas mejor no jugar. Por muchos motivos, esencialmente relacionados con el respeto al prójimo (en segundo lugar) y el respeto a Cristo (en primer lugar).

Pero es una batalla perdida. No sé por qué, pero blasfemar contra el Dios de los cristianos se ha puesto de moda. Será que los católicos somos así, comprensivos, tolerantes y caritativos de cojones, y permitimos que se rían, mofen y befen de nuestras creencias más básicas sin mandar a tomar pol culo a a nadie. Con excepción de Italia (y en mucho menor grado) yo nunca he visto algo semejante en otros países. Vaya, no pongo el ejemplo de Argentina, donde los católicos se persignan al pasar ante una Iglesia, con la misma naturalidad con la cruzan la calle, o Marruecos, donde a nadie se le ocurre blasfemar sobre Alá o Mahoma (te cortan las pelotas). Pero en los países civilizados, las creencias del prójimo son sagradas y la peña anda con mucho cuidadín antes de ofender a los demás con expresiones de ese tipo.

Pero aquí somos así, señora. Diferentes. Tolerantes. Groseros. Sin ningún respeto al prójimo. Iletrados como pocos. Paletos, analfabetos y cortos de vocabulario. Y algunos, blasfemos. Será por la guerra, las dos Españas, los curas o la Pasionaria, pero este es un país cutre. Nunca hemos estado más formados y menos educados. Y las cosas han dejado de ser impresionantes, sorprendentes, fabulosas, inenarrables, indescriptibles o simplemente bonitas, para pasar a ser "cosas de la hostia".

¡Diccionario, por Dios, Diccionario!

Y respeto, joder.

El mismo que esperan esos cortos de vocabulario.

El mismo.

lunes, 28 de junio de 2010

La negra

Era la mayor de nueve hermanos. Cuando la conocí frisaba los cuarenta y, aunque mantenía silencios desconfiados, tenía una mirada limpia y alegre. Había nacido en un minúsculo pueblo campesino cercano a Guayaquil en Ecuador y traía como única pertenencia una mochila vital de esas que uno intuye como pesadísima, pero que ni es capaz ni quiere conocer en su totalidad. Estuvo en casa dos años. Entró el día en el que nació Cristina –a la que adoraba - y se fue una semana antes de que nacieran los gemelos.

Lidiaba con las niñas con la maestría de Manolete y a las vecinas histéricas por el ruido de los niños las trataba con una exquisita educación. Un día una vecina nerviosa la llamo negra y cuando llegamos a casa la encontramos hecha un mar de lágrimas, lamentando la bajeza de ese ser deshumanizado. Luego nos enteramos de que su padre la llamaba negra mientras le propinaba unas palizas brutales. Panda de hijos de puta.

Era puntual como un reloj. Cocinaba fatal una especie de guisos ecuatorianos que los niños devoraban con fruición. Los niños devoran cualquier cosa. Maite y yo evitábamos disimuladamente sus guisos y, ella, que de tonta no tenía ni un pelo, empezó a cocinar con poco éxito algunos platos españoles. Agradecimos el esfuerzo. Estuvimos dos años comiendo fatal. Aunque leía con cierta dificultad, se calzó el Quijote de la "a" a la "z", subrayando con un lápiz las palabras que no entendía para buscarlas en el diccionario y haciendo una marca más profunda allí donde había dejado de leer para retomarlo al día siguiente. Nos iba comentando lo desventurado que era el caballero y cómo era posible que nadie le hubiese ayudado. Aunque se lo regalamos, lo olvidó en casa. Guardo ese libro. Hay libros que no hace falta abrir para aprender de ellos.

Era como de la familia, aunque yo sabía que se iría un día sin decir adiós. Todas lo hacen. Un amigo mío, Francisco Mas, me lo dijo un día: "nunca esperes educación o agradecimiento de quien lucha por salir de la miseria. Limítate a ayudarles. Te utilizarán. Y hacen bien. Déjate utilizar y cállate". Y eso hicimos. Removimos Roma con Santiago para legalizar su situación. Y lo conseguimos en una de esas regularizaciones extraordinarias que se sacó de la manga algún gobierno Aznar. Consiguió los papeles un viernes. El lunes ya no apareció.

Nos sentimos traicionados. Es más, a menos de una semana del nacimiento de los gemelos, consideramos la huida como una afrenta personal. Pero duró poco. El tiempo de darnos cuenta de que ella había sido una ayuda insustituible en un periodo en el que necesitábamos no una mano, si no dos. Ella las dio con generosidad. No era justo ser desagradecido. "Déjate utilizar y cállate".

Hace una semana me llegó una comunicación de algún ministerio de esos que se encargan de que los emigrantes mueran envueltos en papeles absurdos en los que, a falta de domicilio actualizado – hacía ya más de seis años que se había ido – le comunicaban algo sobre unas ayudas oficiales a determinado colectivos de emigrantes.

La busqué para darle el papelito pero no la encontré. Los amigos y los móviles de los emigrantes son de corta duración. Con mucho escepticismo, tecleé su nombre en google. Y ahí estaba. Nombre compuesto completo y dos apellidos. El Gobierno de Navarra le había dado una autorización y una subvención para montar una tienda de chuches y un cibercafé en Cintruénigo, pueblo de Navarra. De Guayaquil a Cintruénigo pasando por Barcelona. ¡Qué maravilla!

Se llamaba Lorena y había viajado doce mil kilómetros para cumplir un sueño: tener algo suyo.

Creo que ha empezado a cumplirlo en Cintruénigo, tierra de promisión.

Ojalá ningún mal nacido la vuelva a llamar negra. Ojalá sea feliz. Ojalá sea la reina de las chuches.

Lo deseo de corazón, Doña Lorena. De verdad.

Gracias.

viernes, 4 de junio de 2010

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

Hace un tiempo conocí una vidente. Que era vidente lo decía ella. Yo me limito a repetir sus palabras. Veía cosas que iban a pasar y escudriñaba sobre lo acontecido. Se llamaba Violeta y no daba ni una. No acertaba ni por casualidad. Vaya, era tan mala vidente como buena persona. Yo era muy amigo de su hijo y – tras mil invitaciones a comer a su casa – me había adoptado como uno más. Los shows de Violeta empezaban siempre con una ortodoxa oración católica porque – según decía ella – "no hay más futuro que el que nos es dado ver por el Señor". Luego desbarraba cantidad, decía cosas rayanas en la herejía, hacía sus pronósticos que fallaba inexorablemente y tras un par de teatrales volteretas, salía del trance sin recordar nada de nada. Alfonso y yo nos descojonábamos de risa y la dejábamos ahí con sus trajes y sus copas y sus cartas y su incienso y sus cosas y nos íbamos de juerga hasta el amanecer (de los vivos).

Violeta era una farsante y, además, una fallona. Pero siendo eso público, tenía su consulta hasta los topes. De eso vivió hasta que se murió. Yo rezo todos los días por ella para que allí en el cielo le dejen hacer trampillas sobre el futuro y siga siendo feliz, la tramposa de ella.

El hombre es un ser trascendente. Nos guste o no, esa cantidad de neuronas que tenemos sumado a esas billones de conexiones eléctricas que pululan por nuestro tarro hace que nos preguntemos alguna vez en nuestra vida qué cuerno hacemos aquí y nos rebelemos contra la sola idea de que nuestra historia acabe aquí. ¿Por qué tengo conciencia del yo si ese yo desaparece? Luego la hipoteca, y los hijos y las reuniones y los consejos de administración y el paddle y la suegra nos llenan la vida de tonterías y nos podemos pasar años sin volver a pensar en esas cosas del más allá, liados como la pata de un romano con las del más aquí. Y así nos va la película.

Y es natural que así sea, porque pensar en lo trascendente implica necesariamente pensar en uno mismo sin más escudo que la piel. Y no es fácil porque tenemos más capas que una tortuga. Y muchas de esas ni sabemos ni, sobre todo, queremos quitárnoslas, porque nos protegen de un mundo hostil, pero, esencialmente, de nosotros mismos. Vivimos acomodados en unos principios mudables qual piuma al vento. Y cuando nos cruzamos con gente que vive aferrada a sus principios a pesar del oleaje, a contracorriente, superando vientos huracanados, los miramos con una cierta displicencia y pensamos – y a veces decimos – que son unos talibanes, fanáticos y ultraortodoxos, cuando no intolerantes y fascistas.

Pero no, hay mensajes que merecen mucho la pena. Para los cristianos (practicantes o no) es muy fácil conocerlos. Hace más o menos dos mil años nació un niño en Belén. Cuando se hizo mayor, se dedicó a lanzar mensajes de eternidad. No para el género humano, que también, si no para cada uno de nosotros. Y ahí sigue, el pesao del Él, buscando de todas las maneras posibles nuestra amistad.

Y muchos de nosotros, rechazándola.

Fue Lope de Vega, ese genio de enormes miserias y grandezas, quien lo plasmó de forma insuperable:

    ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

    ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío

    que a mi puerta, cubierto de rocío,

    pasas las noches del invierno escuras?

Nada tenemos. Es más fácil. Somos infinitamente amados por voluntad libérrima. Ahí empieza y acaba esta película. Tengo un amigo cura que gastó buena parte de su vida en el Raval de Barcelona entre putas, travestis y drogadictos. Contaba que en una ocasión una prostituta en la calle se le sinceró diciéndole que nada valía, ni ella ni su vida. Y Quico, se le quedó mirando, y le dijo: "tú vales toda la sangre de Cristo".

Y convirtió esa esquina de miseria en una esquina de esperanza.

De eso va este rollo.

De amar al prójimo. Nada más. Y nada menos.

El resto son milongas…

… pampeanas.