lunes, 20 de febrero de 2012

Que seas feliz

La conocí hace más o menos veinte años en un país de América del Sur, en unos de esos viajes de cuando eres joven y todo te parece nuevo, y los colores son más vivos y los olores más penetrantes, y te tomas el trabajo y la vida mucho más en serio de lo que realmente debes. Era la hija de una cocinera de una fábrica en la que trabajábamos y nos hicimos muy amigos. Su familia me abrió las puertas de su casa y fui tratado como un hijo más. Ella tenía novio y planes de boda y hablaba de su futuro con el brillo de la ilusión y la esperanza. Decía que para qué ibas a vivir siendo feliz al 80% si puedes serlo al 114% o al 130%. Éramos amigos. Luego volví a España y –bendita juventud – nos prometimos no perder el contacto. "No te olvides invitarme a tu boda", le dije. Como el hipotético lector habrá deducido, no volví a verla en años.

Me fui enterando de cosas a través de amigos comunes. Una vida dura. Como desgraciadamente las hay tantas. Se fue de su país y se casó con un verraco de tres pares con el que no pudo ni vivir decentemente. Tuvo una hija y se separó. Sufrió lo escrito y lo por escribir. Volvió a su país tras doce años de lucha, sin un duro y con su hija de diez años porque pensó que así su hija estaría más protegida. Si, ya sé que las madres tienen que proteger a sus hijos, pero nada se dice que deban protegerse de la vida mientras lo hacen. De vuelta en su tierra, montó una empresa y -con grandes sacrificios – consiguió ser una de las empresarias importantes de su ciudad. Seis líneas para resumir miles de horas de sacrificio y sufrimiento.

Hace poco recibí un mail suyo preguntando si el autor del libro "Soy Consultor (con perdón)" era yo y, en el caso de que lo fuera, si era el yo que ella creía y que si me acordaba de ella. Le contesté que sí a las dos cosas y, tras ponernos más o menos al corriente de la vida, aprovechamos uno de sus viajes a Europa para comer juntos. Los años no pasan igual para todos, reconocí con pesar. Nos contamos la vida – yo, felizmente casado y con siete hijos – y ella enfrascada en su empresa y con su hija adolescente. "Aunque he conocido a un tipo y estoy ilusionada", me dijo. Uno que dice que la hará feliz. Claro. Todos lo intentan, aunque la mayoría no sabe ni por donde empezar. Pero, sabiendo o no, todos lo dicen. Le dije que claro, que seguro. Que a ver si aprovechaba para anular la farsa anterior y casarse como Dios manda. Y claro, me respondió que sí, que está en ello: "Recuerda que te tengo que invitar a una boda" – y remató – "creo que tengo derecho a tener la posibilidad de ser feliz ¿no?".

Es curioso. Se ha sacrificado gran parte de su vida para sacar adelante una hija más sola que la una, resistió como una jabata un matrimonio con un verraco en un país extraño, trabaja de sol a sol para sacar adelante a la familia y ¡aún se pregunta si tiene derecho a ser feliz! Y me he quedado pensando –me debo estar haciendo mayor – que hay vidas que merecen una dosis extra de felicidad. Porque ya han tenido la dosis extra de sacrificio. Y que en el más allá seguro que se lo tienen en cuenta, pero en el más acá tienen todo el derecho a ser igual de felices que los demás. Porque ya han procurado la felicidad, y hay veces que hacerlo supone un gran sacrificio. De hecho, como conocen los sinsabores, la valoran más. Nadie tiene derecho a juzgar ni a interferir en esa felicidad.

Merece la pena intentarlo con valentía. Los cobardes no llegan a nada.

Yo no sé si Dios juega a los dados o no. Pero si lo hace, ojalá esos dados marquen el 130% de felicidad.

Para siempre.

Ojalá.

lunes, 12 de septiembre de 2011

No tengo ni puta idea, ¿y qué?

La verdad es que en este país no cabe un tonto más. Creo que el locutor Carlos Herrera decía que si entrara un tonto más, se caería al agua. Pues bien, eso, que es cierto en general, se cumple inexorablemente en el gremio de los tertulianos de las "arradios" y de las teles. Estamos rodeados de un conjunto de gilipollas divididos en varios subconjuntos, que van desde los sabios catedráticos encantados de haberse conocido hasta los catetos sectarios que tienen poltrona asegurada por decir obviedades siempre en la misma dirección: la de la de la línea ideológica de la cadena. Y todas esas opiniones se dan sin solución de continuidad. Es decir, lo mismo te arrea un ladrillazo un catedrático coñazo de estructura económica sobre la situación de Grecia que Amando de Miguel hace una gracia en directo y te jode el día. Y esto es una plaga desde hace un tiempo. No soy capaz de determinar exactamente la fecha, pero sí que ese florecimiento ha poblado nuestro penoso país de opiniones infundadas, la mayoría de las cuales rozan el delito intelectual. Pero da igual, porque la peña que las escucha tampoco pide más. Desde que te levantas hasta que te ensobras, ahí están con sus voces engoladas, aflautadas, atipladas, graves, de gilipollas integral o de "tontos-a-las-tres". Incluso hay voces de cabrones con pintas, que sólo empezar a oírlas ya sabes cómo va a acabar el asunto.

Y todo esto es natural. Hay un montón de televisiones, radios, periódicos, semanales, magazines, papiros, mensajeros de la mañana, masajeadores más o menos oficiales y periodistas que siguen a partidos: fíjate, hasta existen cosas como Libertad Digital, Público o El Plural y tipos como Jiménez Losantos, Enric Sopena – pax, amigo, pax– o María Antonia Iglesias, que o se cuida o un día morirá en directo, cosa que no le deseo, claro. Y la gente los lee o los ve sin pudor. Con dos cojones. Y todos estos periodistas son la gente formada, o sea, los que han estudiado la carrera (bueno, aceptando periodismo como carrera). La gente que en teoría es el cuarto poder. O sea, Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Nacho Escolar. Y claro, tú los miras y, depende a quién mires, se te caen los palos del sombrajo y empiezas a pensar que vale, que si ese es el cuarto poder, estamos más que jodidos. Luego miras el primer, segundo y tercer poder y te das cuenta de que tenemos el cuarto poder que nos merecemos.

Luego, sobreviviendo en ese batiburrillo de teles y programas amarillos (ellos se llaman rosas) está la peña que no ha estudiado carrera ni nada y se dedica a difamar al prójimo a tanto alzado. El tema funciona de la siguiente manera: un border line se levanta un día, se lava la cara, se toma un café bien cargado y dice, por ejemplo, que una concursante de un reallity ha sido puta de 50 euros y cama aparte en, digamos, Albacete. La presunta puta va a la tele y entre hipidos, gemidos y lloros dice que ella nunca llegó a cobrar 50 euros ni ejerció en Albacete y que eso es una calumnia y que se verán en el juzgado a menos que le diga quién le ha dicho lo de Albacete. El reportero tertuliano de la tele que lo ha soltado – que hace un año era repartidor de pizzas pero entró en Gran Hermano Glam y ahí está – dice que tiene que proteger sus fuentes y que, de alguna manera, es cuarto poder y que se acoge a la quinta enmienda. Y se arma un pifostio de tres pares. Y todos y todas claman al cielo y el presentador, que tampoco es periodista pero luce cantidad en el Orgullo Gay, dice eso de "puro periodismo de investigación, señores. Vamos a publicidad". Y supongo que en el intermedio se descojonan de la puta, el repartidor de pizzas, el cuarto poder - ¡qué florido te ha quedado, Kiko!- y las fuentes. Y el gremio de periodistas, en vez de vetar a ese presentador, pues va y le premia, que al fin y al cabo es un chaval majo que tiene mucho arte. Pues eso.

Vivimos tiempos complejos. La realidad no es fácil, por muchas razones. Se ha complicado extraordinariamente y el análisis es más difícil, la conocemos con mayor detalle aunque fallemos muy a menudo en el diagnóstico global, la inmediatez de la noticia dificulta la opinión ponderada y hay mucho medio no independiente. Y eso complica de forma extraordinaria un trabajo que, realizado con eficacia, veracidad, independencia y ética, es básico como contrapoder al Poder. Pero eso requiere personas comprometidas con el país y sus ciudadanos, preparadas y con ganas de contar la verdad. Y humildes, por Dios, humildes.

Yo, que algunos días tengo una fe ilimitada en el ser humano, todavía espero la llegada del día "D", hora "H", en la que uno de los periodistas que admiro – y que cuando improvisan admiro menos – se plante delante de un micrófono y, mirando fijamente al director del programa o a la cámara, diga: "Pues mira fulanito, yo de esto que me preguntas, no tengo ni puta idea ¿Y qué?".

Tengo amigos periodistas de primer nivel, a los que nadie en su sano juicio pondría en solfa o incluiría en un artículo como este. Pero es que tampoco ellos van por ahí hablando de sus fuentes, de sus exclusivas o del cuarto poder.

Aunque lo sean.

Pero yo no diré quienes son.

Debo proteger mis fuentes…

viernes, 22 de julio de 2011

Typical spanish

No era fácil. A pesar de que empezó de cine. Treinta tipos hasta los cojones de políticos y banqueros que, a través de Twitter, se ponen de acuerdo – increíble en España, pero cierto, lo que da la medida exacta de la saturación y de hastío – y se plantan en la Puerta del Sol con un par. Aterrorizados pero dignos. Muy dignos. Gritando en silencio que hasta aquí hemos llegado. Y que se quedan. Y que, a menos de una semana de las elecciones municipales, sus traseros y sus ideas se plantan en las baldosas de Sol. Y que de ahí no los mueven. Y que si los mueven, volverán. Y los tipos que están ahí son jóvenes, de esos que podían ser perfectamente mis hijos. O los tuyos. O los de cualquiera. Jóvenes que han visto que por el sur los moros se han plantado y están rodando cabezas de poderosos. Y que, salvando los abismos, exigen aquí cambios. Cambios profundos en un sistema corrupto. Un sistema de chaquetas y trajes, amiguitos, compadreos, sillas vacías en el congreso, putas y "visasoros", pastizaras para bancos y un montón de mierda mientras a los pobres – que cada vez son más – se les embarga, desahucia, echa, humilla y veja sin más piedad ni límite que la de la propia vergüenza de los ejecutores. O sea, ninguna.

Y la gente – tú, yo, el de más allá – los empezamos a mirar con simpatía. En mi caso con algo de distancia y un punto de cinismo. Cada uno es cómo es. Y a esos treinta se fueron uniendo más, a decenas, a cientos, a miles. Y en Sol empezaron a florecer sueños, peticiones y deseos, plasmados en papeles, pancartas, carteles y casetas. Y ya no eran treinta. Ya se contaban por miles. Y no eran sólo jóvenes. Por Sol paseaban adultos, ancianos, jóvenes, familias enteras. Todos indignados. Todos unidos por un sentimiento común de hartazgo, de cansancio ante un presente injusto, y con un grito unánime de cambio, de sueño compartido, de transparencia. Por un momento, todo aquello fue espléndido y puro: una explosión de cambio, que aunó gente diversa en un objetivo común: ¡basta ya! El pueblo en marcha. Porque nada hay más digno que un ser humano indignado con razón. Fue majestuoso. Por un momento, Porque eso fue lo que duró: un momento.

Porque ese movimiento que podía haber puesto en jaque al sistema, que aglutinó a todo tipo de personas en torno a un mensaje de hartazgo, no supo qué hacer con él. Nadie había pedido un sistema alternativo, pero lo hicieron. Nadie les demandó propuestas, pero las elaboraron. A decenas. Centenares. En todos los ámbitos de la vida y la sociedad. En absurda equiparación de lo trascendente con lo irrelevante, y de éste con lo irrisorio. Y con cada asamblea, con cada decisión, perdían adhesiones. Y muchos – hasta yo hice un tímido intento – les rogamos que volviesen a los principios básicos, a la transversalidad, al mensaje claro, a lo que llamaron acertadísimamente "consenso de mínimos". Pero el poder corrompe las mentes. Y la sordera al sentido práctico y al sentido común ya era irreversible. Era tarde para eso y para casi todo.

Luego ya las derivadas que excluían a tres cuartas partes de los españoles fueron tomando las acampadas, las asambleas y las noches de Sol y Cataluña, y del resto de España, y empezó la radicalización del movimiento, provocando la salida de los sensatos. Y por cada sensato que salía, un radical tomaba su puesto. Y se unió la petición de democracia real con las lámparas tibetanas, las listas abiertas con los derechos de autodeterminación de los pueblos, y entre cercos a parlamentarios, amenazas a alcaldes y una cada vez mayor distancia con el pueblo, aquello se fue diluyendo. Y los que denunciábamos esa situación, o nos acusaban de querer bombardear el 15M (con insultos de todo tipo) o, los más moderados, nos acusaban de no entender nada de nada. Como si estuviésemos ante un fenómeno difícil de comprender. Era fácil de entender, pero, a esas alturas, imposible de justificar. "Expansión a los barrios", llamaron a su desaparición. Está bien. Un nombre exótico como cualquier otro.

Ahora vuelven. El 23 de Julio se manifestarán en Madrid. Los motivos de indignación siguen siendo los mismos. Exactamente.

Necesitan un mensaje, un líder y un mártir.

Pero si tienen un mensaje claro, no hará falta ni líder ni mártir.

No hay posibilidad. No serán capaces.

El 23 de Julio se enterrará el movimiento 15M. En el mismo mausoleo que el "consenso de mínimos".

Una pena.

Typical spanish.

lunes, 16 de mayo de 2011

El día del mandril

En algún libro del que no guardo memoria leí cosas sobre la figura de las "demi-mondaine", cortesanas que proliferaron durante el periodo de Napoleón III en nuestra vecina Francia y que, creo que Alejandro Dumas hijo decía que "empezaban donde el matrimonio terminaba y acababan donde empezaba éste". De hecho, todo ilustre tenía una. El mismo Dumas hijo las describió con bastante arte en la Dama de las Camelias, creando el fascinante y dramático personaje de Margarita Gautier. Luego llegó el cine y – salvo honrosas excepciones – todo el encanto de Margarita Gautier fue fagocitado por malas actrices y peores directores que ensalzaron a la puta ocultando a la dama-cortesana, vulgarizando la historia y convirtiendo a la sacrificada Gautier en una cualquiera. Vaya, cualquier día de estos la interpreta Penélope Cruz y lo de Jamón Jamón va a ser un tratado de las buenas maneras comparado con lo que puede salir. Supongo que hacer buenas adaptaciones es jodido. Y que lo cutre tira y vende de narices.

Me venía esto a la cabeza porque todo aquello tenía su gracia. Su glamour. Su atracción furtiva. Su protocolo y su – con el debido respeto - ceremonia de cortejo, de escondite, de pecado. Y en eso los franceses son únicos. Todos los Presidentes franceses han sido elementos de moral distraída, por llamarle algo a eso que rige su existencia de cintura para abajo. No es que sean muy originales – Dios hizo al hombre con sexo y cabeza, y quien no tiene el uno donde el otro, tiene el otro donde el uno – y la verdad es que la antología de patinazos suele ser pues eso, antológica. Pero el saber estar y gestionar eso con elegancia – incluso cuando pillan al fulano – es un arte. El arte de la doblez, el engaño y la mentira. Pero arte al fin y a la postre. Y no nos olvidemos de que es Francia, donde lo anterior se da por descontado.

Y claro, toda esa tradición francesa desde las "demi-mondaines" de Napoleón III, pasando por la oficial y oficiosa de Mitterand, hasta la oficial Carla Bruni, toda esa tradición centenaria, todo esa "grandeur" amorosa, todo ese arte del engaño, lo ha mandado a tomar el viento el mandril de Dominique Strauss-Kahn. O sea, vamos a ver, te pueden pillar de muchas maneras – alguna muy humillante – pero no deben pillarte nunca haciendo el mandril. Eso no hay quien lo levante. Digo lo del prestigio.

Y presentarse a una empleada del hotel en pelotas, revolucionado y en celo como un mandril, e intentar aparearse con la camarera – inmigrante de origen africano afincada en el Bronx, tócate los cojones – como si fueras Copito de Nieve en plan "a ver si sale de una puta vez un hijo albino", eso, además de ser un delito como la copa de un pino – que se soluciona con tres o cuatro años en la galería de los sodomitas de San Quintín – es una vulgaridad como la Torre Eiffel. Dominique, corazón, un tipo que se las da de lo que tú te las dabas, pedazo de tonto del culo, no puede andar por ahí más salido que Torrente en Marbella. Por lo menos Clinton, que andaba sobrado de ganas – con todas menos con su mujer – no forzó a nadie.

Pero es que, además, ese percal me lo conozco muy bien. Es el percal de la puñetera prepotencia de determinada gentuza; la suite de los 3.000 dólares, el Porsche, las macrocenas en los mejores restaurantes, el puterío de lujo, el juguetear con los destinos de las comunidades y países con tal frivolidad y prepotencia, que al encontrarse con una negra limpiando su habitación, le pareció de suyo normal, natural, obligado, que la susodicha se aparease con él. De hecho, estoy seguro de que después de la violación, le habría dado una pasta y en la siguiente reunión del FMI habría propuesto ayudas multimillonarias para el país de origen de la violada. Porque estos hijoputas son así, generosos con los que masacran. Un angelito el cabrón, vaya.

Y esa es la diferencia entre el mandril y el hombre. Entre la violencia y el amor. Entre lo que no debe permitirse nunca y la expresión del amor que realiza al hombre, tal como lo sublimó Góngora:

"Que siendo Amor una deidad alada

Bien previno la hija de la espuma

A batallas de amor

Campos de plumas".

Sublime Góngora.

Cuando lo escribió no pensaba en tipos como Strauss-Kahn.

Eso seguro.

Cacho mandril.

viernes, 22 de abril de 2011

Sobredosis.

Se llamaban Diego y Xavi y los conocí el verano de 1984 en la terraza del bar 8668 de Castellterçol a las dos o tres de la madrugada. No sé muy bien qué coño hacían allí ni qué cuerno hizo que empezáramos a hablar, pero nos encontramos contando nuestras vidas sin prisas alrededor de una mesa entre tabaco negro y cervezas. Y no tengo ni idea de qué mentiras les conté yo sobre mis amplias experiencias vitales a los diecinueve, pero recuerdo perfectamente los silencios que guardaban ellos mientras desbarraba contando chorradas sobre tías y coches. Y creo que amanecía cuando – no sé por qué – decidieron contar su historia. Una historia jodida, dura, cruel, seca. Pero una historia de época. De aquellos años. Anticipo que, en general, no me creo a cualquier gilipollas. Pero esos dos de gilipollas no tenían ni un pelo.

Y su historia no era nada original, la verdad. Veinteañeros heroinómanos en los ochenta era algo jodidamente normal. Lo de ahora es un chiste malo comparado con aquello. Diego, un tipo tranquilo, estatura media y fornido, con veintitrés años marcados a fuego en unos ojos de esos que han visto demasiado y Xavi, alto y espigado, pura fibra y nervio, un par de años menos y buscando permanentemente el asentimiento de su colega. Según dijeron, habían salido de la cárcel (eso del talego lo dejo para los que hayan estado) un par de meses antes, habían decidido dejar ese rollo y se habían comido el mono tiritando o tirados por las Ramblas y sus callejuelas, atracando a punta de navaja a un par de guiris para poder comer. Y hacía ya un tiempo que no se metían nada y que habían vuelto a sus casas. Diego en una familia bien – según me dijo – en el Eixample y Xavi en una familia normal del barrio de Gracia.

Nos fuimos viendo algunos días de ese verano y acabamos por hacernos muy amigos. Estuvieron en casa – modales exquisitos - y yo fui alguna vez a la de Xavi. Diego nunca me invitó. Y conocí la amarga historia del sufrimiento y la soledad de una madre – el padre se había pirado tiempo atrás – y una hermana que no tenían ni idea de qué es lo que tenían que hacer y que – la vida es crudelísima – sólo estaban tranquilas cuando Xavi estaba en la cárcel. "Ahí tiene la enfermería cerca", me dijo con una mirada resignada su madre. Éramos amigos, y ambos contaban lo que querían cuando querían. Pasaron algunos meses y un día Diego se plantó en mi casa. "Xavi ha vuelto a engancharse. No le cojas el teléfono. No bajes si te llama. No vayas a su casa. No veas a su familia. Sólo busca dinero. Nada más. No le busques. Y que no te encuentre. Y lo mismo te digo de mí si te enteras que me he vuelto a enganchar. Nunca te buscaré para que me ayudes. Te buscaré para robarte. Ya te iré contando. Nos veremos", me dijo.

Y sí, nos volvimos a ver. Una vez más a cada uno. Xavi me llamó y quedamos en un bar. Mi amigo ya estaba hundido en ese pozo inmisericorde de la heroína. Le di 1.000 pesetas y le pedí que no me llamara más. No me dio ni las gracias. Se levantó y se fue. Lo encontraron tirado tras una fuente – a escasos metros de su casa - en la calle de la Torre en Gracia. Todavía tenía la aguja clavada. Estuve en el entierro. Diego no.

No supe ni quise saber de Diego. Luego me fui a Pamplona a estudiar, me hice mayor, tuve familia y no volví a acordarme de él nunca más. Hasta que me lo crucé en Barcelona hace un par de años mientras paseaba con mi amigo Nacho Febrer por Santa María del Mar. Creo que salíamos de Misa. Nos miramos un rato pero no me reconoció. Tendió la mano para pedir algo. Ojos vidriosos en una cara demacrada. Nada quedaba de su aplomo. Nada quedaba de Diego. Murmuró algo. Saqué cincuenta euros y se los planté en la mano. Brazos tatuados. Marcas violáceas. Me miró con la mirada perdida entre brumas y acertó a balbucear: "Tú". Sonrió, tropezó, bajó las escaleras como pudo, esquivó a dos quinceañeras que fumaban un porro y se perdió entre las callejuelas con los cincuenta euros agarrados como si la vida le fuera en ello. No creo que me reconociese. Sé que no me reconoció.

Leí su esquela en la Vanguardia poco después. "Sus afligidos padres… murió cristianamente (sic)… deja esposa y dos hijos… se ruega una oración por su alma". No fui a su funeral. No hubiera resistido ver a los niños. NI conocer a su madre.

Hay vidas enteras de penitencia.

Y modas que las carga el diablo.

Ojalá descansen en paz.

De una vez.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Navidad

"Erase una vez un hombre desesperado en un día de invierno con un frío del carajo", pensó al levantarse. Así empezaría el cuento del día de hoy. Hoy era Nochebuena. Era uno de esos días crudos de un invierno crudo. Había dormido fatal. De hecho, casi no había dormido, flotando en una especie de incómodo duermevela y con un frio tal que parecía que le hubiesen amortajado con sábanas mojadas en mitad del Polo Norte. Se giró y vio a su mujer profundamente dormida, respirando pausadamente. Le rozó la frente con los labios. Estaba helada.

Entró en la habitación de los niños. Los dos dormían con esa paz que él envidiaba, sin recordar que un día fue así, sin tantas tonterías, sin tantos problemas. El ambiente gélido de la casa no lo era tanto allí. Una pequeña calefacción eléctrica moderaba los rigores de aquel invierno. El gas del piso estaba cortado desde hacía meses. No recordaba un invierno como ese. No lo recordaba y esperaba no volver a pasarlo. Estaba al límite. Sin más. En todos los sentidos, pero sobre todo, en el económico. No es que no llegara a fin de mes, es que hacía meses que no llegaba a principio. Lo que empezó con un despido de esos bastante bien pagado y algunos meses de margen, se había convertido en una travesía por un desierto interminable jalonado de embargos, cortes de luz, agua, teléfono y gas, llamadas reclamándole deudas, listas de morosos y un rosario de peregrinaciones primero a agencias de colocación, de búsqueda, de selección y luego a bancos, amigos y, cuando ya no pudo más, a la familia. A unos padres ancianos que sobrevivían con apuros y a su hermano, que mantenía con esfuerzo a mujer y tres hijos. "Hermano, ¿te acuerdas? El rico eras tu…", le dijo antes de soltarle algunos billetes. Luz para dos meses, pensó, recogiéndolos. Besó a su hermano y se fue. Otra puerta cerrada. Esquilmada. Quemada. Límite.

Se arregló y salió a la calle. Había quedado a las ocho y la entrevista era en el quinto pino. Era el tipo de entrevista inconcreta de narices que le ponía nervioso. Pero había decidido rematar todos los balones, fuesen centrados como fuesen, bien colocados o fatal, como era el caso. Le había llegado por un amigo. En una empresa estaban buscando gente para la administración. Gente de confianza, añadió. He dado tu nombre. Le había llamado un tal Olalla. Supuso que el de recursos humanos. Ya se imaginó el percal. Veinte chicas veinteañeras con sus estudios de administrativa o lo que fueran y él, con sus cincuenta tacos y su máster y su experiencia haciendo el ridículo antes de salir de la enésima entrevista con una promesa de llamada si resultaba elegido. Bestial. Distancia hasta un nuevo fracaso: dos kilómetros sobre un manto de nieve y bajo un manto de nieve. Hacía un frio que pelaba. Intentó ser positivo. "De ésta, o adelgazas, o mueres", se dijo.

La vio al salir. Era casi una niña. Sentada sobre la nieve, en la esquina, pidiendo a no se sabe quién. No debía llevar ni cinco minutos allí. A saber quién coño le mandaba sentarse allí con el frio que hacía. Ni abrigo tenía. Una especie de capa de camisetas bajo una camisa de chico hacía de abrigo. Los pies embutidos en unos calcetines de deporte rematados por unas manoletinas hechas polvo sobresalían de la pequeña manta que se había puesto encima. "Joder, va a coger una pulmonía doble", pensó. Rió secamente. Hacía siglos que nadie hablaba ya de pulmonías dobles. Pero cuando era pequeño, su madre se lo decía siempre: "abrígate que cogerás una pulmonía doble". Y claro, esto era como las tres horas de la digestión después de comer, una leyenda familiar más falsa que un duro de cuatro pelas. Pero falsa o no, esa chiquilla se iba a congelar sí o sí. Así que miró el reloj, volvió tras sus pasos, subió a casa, cogió una manta grande, comprobó que algo quedaba para que desayunasen los niños, se hizo con un paquete de galletas y lo bajó. Al pasar a su lado se las dio, manta y galletas. La niña alzó la cabeza y, mirándolo con dos ojos que eran clavaditos a los de su hija – azules, grandes, inocentes – le dijo: "Gracias, señor. Dios se lo pagará". Le contestó que sí, que vale, que Dios se lo pagaría, pero que hiciese el favor de irse a casa corriendo. Hizo que se lo prometiese y con la mentira a cuestas siguió andando.

Apretó el paso. Andaba justo de tiempo y llegar tarde a una entrevista de trabajo daba una imagen muy mala. Eso lo sabía. No hace tanto había contratado gente. Casi nada funcionaba, pero tenía una memoria suficientemente buena. Aceleró. La nieve caía con intensidad. Enfrascado en sus pensamientos no vio al hombre que, más lentamente, caminaba delante. No llegó a tirarle, pero casi. Balbuceó una torpe excusa y le ayudó a medio incorporarse. Le miró y creyó ver en el cuello tras el abrigo una especie de tira blanca. Un cura, pensó. Debía serlo porque sólo a un cura y a un imbécil como él se le ocurría pasear el día de Nochebuena a las siete y pico de la mañana con una nevada monstruosa. Tenía cara de buena persona. "Un cura viejo y alto que va a celebrar misa de ocho", se dijo para sí. Tenía facilidad para eso, para catalogar a la gente. Reemprendieron la marcha andando parejos. Nadie más se veía por allí. A lo mejor fue el cura el que preguntó o él se interesó por algo, pero el caso es que empezaron a hablar. Y a lo mejor fue la cálida voz del cura o cómo asentía a lo que le contaba, o esos silencios que intuía llenos de comprensión o la necesidad de contar los sufrimientos a un desconocido, pero el caso es que se sinceró. Mucho. Muchísimo. Y le habló de la lucha, de sus preocupaciones, de sus hijos que cuando lo veían abatido se lanzaban a abrazarlo, o de una mujer que no había torcido el gesto ni un día a pesar de las penurias. Y de su familia, y de la desesperanza y la esperanza. Y del agotamiento por la noche y la dura tarea de buscar trabajo por las mañanas. Y del convencimiento de que las cosas irían mejor y su teoría de que había que rematar todas las ocasiones. Y le contó que se dirigía a la enésima entrevista y que no sería la última. Y habló durante kilómetro y medio bajo la nieve. Y escuchó pocas palabras del cura, pero intuyó una reconfortante comprensión. Se despidieron en una esquina cercana al lugar donde iba. "Suerte", le deseó el cura.

Llegó poco después y entró en el edificio. Una secretaria con cara de fastidio le acompañó a una sala pequeña pero acogedora, despidiéndolo con un "el Presidente, el señor García de Olalla llegará en unos minutos". Estaba aterido de frio. Dejó abrigo, bufanda y guantes y se dispuso mentalmente a repasar su currículum.

Cuando se abrió la puerta supo que no haría falta.

También supo que la búsqueda había finalizado.

"Feliz Navidad", dijo Manuel García de Olalla.

Y su voz sonó cálida. Como antes. Bajo la nieve.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Seres superiores

Ahí están. Habitualmente haciendo equilibrios en lugares a los que nosotros nunca iremos. O si vamos será para ver, oír quejas, sacar fotos, contarlo a los amigos, ponerlo en el facebook, pedir a alguien o dar algo de pasta para ellos y olvidar lo antes posible. Pero aunque olvides, ahí siguen ellos. Seres humanos que han decidido que el prójimo es el pobre y el miserable, y han decidido dar su puñetera vida por el que sufre. A paliar la miseria. A vivir la miseria, a ser miseria. Porque la miseria huele mal, sabe mal, sienta mal y es jodida y mísera. Y estamos en un tiempo y un lugar en el que lo feo lo escondemos. Y lo feo de cojones, lo obviamos, amparados en la teoría cierta de que ojos que no ven, corazón que no siente. Y con la ventaja de que cuando sale por la tele, podemos cambiar de canal y pasar de ver al niño moribundo enfermo de sida y desnutrido con la cabeza huesuda y el vientre hinchado a pasar a ver a la zorra de Carmen Lomana probarse un collar de Tiffany´s de esos que cortan la respiración, cariño. O sea de los divinos, cielo. Y si aguantas la nausea de ver a esa momia muerta cubierta – como buena momia – de oro y vacuidad, a lo mejor te da tiempo de zapear dos o tres veces hasta recalar en algún programa de esos medio currados que eviten que vomites. Uno de esos de delfines, que son casi tan listos como los humanos y eso sí, cuando sonríen te enternecen el alma, no como esos jodidos niños negros moribundos de África, que esos te cortan la digestión con sus moscas y su mierda y esos ojos que nos miran. Joder. No pueden morirse sin tocar las narices.

Vivimos en una sociedad fuertemente anestesiada. Uno puede vivir toda su vida sin rozar la miseria. Y no hace falta ser multimillonario para eso. Hace falta ser sólo un desvergonzado. El ser humano tiene una responsabilidad grave frente al ser humano. Y si nos va bien adornarla de religión, pues perfecto. Pero no se trata de eso. Se trata de no esconder el ansia natural del hombre de ayudar al hombre. Es natural. Llevamos mal el sufrimiento y el horror. Las lágrimas brotan de forma espontánea ante el dolor ajeno, conocido o desconocido. Ninguno de mis amigos ha estado en Haití – frágil memoria – pero todos sentimos como propia esa desgracia. No hace falta teorizar. Es así. Algo nos une al resto de la humanidad. Ya habrá quien diga qué es. Yo no lo sé, pero sí que eso entra dentro de lo esencial del hombre.

Y algunos eso lo tienen muy claro y han decidido dar su vida entera o gran parte para paliar el sufrimiento. Por las más variadas motivaciones, todas nobles. Como Teresa, que se lanzaba a besar las llagas de los moribundos en Calcuta, siendo fiel a la Iglesia. O Vicente Ferrer, que cambió la vida de millones de personas y cuando – en un programa que vi – una periodista le preguntaba, con ese rollete progre-descreído en busca de la complicidad atea, si creía en Cristo, le contestó: "no, yo no creo en Cristo. Como no creo en ti. Yo te veo a ti. De la misma manera veo a Cristo". Y claro, la otra se quedó descolocada y sin palabras. O esas monjas que nunca salen por las teles, pero que dedican toda su vida al prójimo en sitios alucinantes en términos de violencia y miseria. Dando consuelo a hermanos nuestros de los que no nos acordamos nunca, tan preocupados que andamos con nuestras hipotecas, nuestras reuniones, nuestras depresiones, nuestros compromisos y nuestras mierdas. O como mi compañero de curso de La Farga Xavi Gómez, que se metió en Médicos Sin Fronteras y ha vivido con toda su familia en Ruanda y en otros sitios así, fáciles y bonitos. O como mi amiga la doctora Maite Lucena, que está siempre atenta a dónde hay un desastre para ir a toda leche a dejarse la piel durante días para salvar vidas o hacer lo que pueda. O como Ignacio, que se va a Vietnam con toda su familia (mujer y OCHO hijos) a – qué palabra tan bonita y tan desprestigiada – evangelizar por aquellas tierras. O como nuestros amigos Miquel y Montse que cada sábado van al Cottolengo de Barcelona – uy, ¡qué cerquita está! – a ayudar a aquellas que han decidido dar su vida entera por personas con enfermedades o taras gravísimas a las que consuelan a veces – porque no hay más que hacer – ayudándolas a morir dándoles la mano. Sin más.

Y conozco otros, héroes anónimos, que han decidido vivir esta vida un escalón por encima de los demás, aunque ellos siempre dicen que es un escalón por debajo. Son seres superiores. Con unas servidumbres igualitas que las mías. Pero con una actitud y una voluntad diferente. Una actitud que les lleva a ser unos inconformistas con las situaciones injustas. Y una voluntad que les ayuda a trascender de la mera queja de café, para ponerse manos a la obra.

Hay días que me siento un ser inferior.

Menos mal que vivo rodeado de amigos que son seres superiores.

¡Menos mal!