jueves, 27 de junio de 2013

Vidas luminosas

La foto se ve borrosa y está mal iluminada. Es de esas tomadas probablemente con un móvil con impreciso y rápido movimiento para captar una escena que el casual fotógrafo considera valiosa. Y lo es. Encuadra a una pareja de ancianos que se aleja en la típica plaza de un pueblo difícilmente identificable. La foto los toma vistos por detrás, él – cazadora marrón -con la mano derecha por encima del hombro de ella, en un gesto, seguramente repetido miles de veces, en el que busca apoyo y demuestra cariño y confianza. Ella – con un jersey blanco - con el brazo rodeando la cintura de él, bien juntos, como cuando eran adolescentes. Iluminados tenuemente por las luces anaranjadas de un edificio, por los destellos de las farolas y por el flash, que resalta sus figuras oscureciendo el resto. El autor o autora de la instantánea enmarca la escena: "Mis padres, después de la celebración familiar de los cincuenta años de casados". Desconozco quién es el autor de la foto, ni sé quiénes son ellos ni cuánta familia estaba mirando cómo sus padres se alejaban, ni dónde era. Nada de eso sé, ni me importa.

Pero sí sé algunas cosas. Sé que vivieron una gran pasión. Como esas de las películas. Y que el amor era puro fuego cuando eran jóvenes. Y que se dedicaron a mantener ese incendio siempre que pudieron, a pesar de que la vida en ocasiones les hirió con dentellada cruel e inesperada. Para recordarles que nada es para siempre. Y sé que conocieron días de espléndidas alegrías que vivieron como si fueran eternas y que supieron vivirlas unidos. Unidos en la alegría. Y en el sufrimiento. Segurísimo. Terrible o soportable. Pero que inundó sus vidas y sobre el que se irguieron con fuerza, convirtiendo el amor en férreos lazos que les hicieron soportar los vaivenes que a todo ser humano somete la vida. Ese precio que se paga por amar. Alto precio en ocasiones y que casi siempre merece la pena. Y que ese precio lo pagaron con moneda de afecto y comprensión, fuerza y esperanza, fe y vida.

Y sé que tuvieron paciencia el uno con el otro, y mucha más con sus hijos. Y que vivieron y viven sus éxitos y sus fracasos como propios. Y que siempre procuraron respetar su libertad incluso cuando veían que se iban a equivocar. Y que a veces acertaron y a veces erraron. Pero siempre les dieron su apoyo. Siempre estuvieron para sus hijos. Esos que miraban con infinita ternura cómo se alejaban cruzando la plaza. Con admiración contenida. Lo sé porque quisieron inmortalizar un momento que resume una vida. Sabiendo que esos momentos vividos, esa memoria familiar, perdurará cuando ellos se hayan ido. Sabiendo que quedan menos momentos por vivir con ellos.

Y un día, no muy lejano, ese brazo que se posaba sobre ella buscará el apoyo y encontrará el vacío del recuerdo. Y no caerá porque otros – a esas alturas de la vida, sólo queda la familia – prestarán el hombro para que no caiga. Pero no será lo mismo. No será el de ella. O a lo mejor es ella la que buscará rodear la cintura de él sin hallar más que el pasado. Y la arroparán. Y ella sonreirá agradecida, a pesar de que no es él quien la arropa. Y seguirá viviendo, sí. Con esa sensación de que le falta ese algo que es un todo doloroso. Y es posible que pase algunos años de espera. Lo bueno, en ocasiones, se hace esperar. Y en esa espera conocerá alegrías – los hijos, los nietos, sus buenas noticias – pero no estará él para compartirlas. Y en sus silencios descubrirá lo que ya sabía, que ella y él eran y son uno. Y que esa sensación de vacío no la cura el tiempo. Ya no.

Y un día se levantará y descubrirá que por la ventana entra una luz resplandeciente, desconocida, nueva. Un nuevo sol.

Y no le hará falta darse la vuelta para saber que él estará allí. Apoyado en el quicio de la puerta, mirándola. Con esa sonrisa espléndida. Y volverá a sentirse completa. Volverán a estar juntos.

Como antes. Como siempre.

Ternura.

domingo, 16 de junio de 2013

España y la ignorancia “semos asín”, señora

El español grita. Eso lo sabe cualquiera que haya hablado alguna vez con un español. No es algo que no se produzca en otras naciones – italianos o griegos también berrean lo suyo -, pero en la española muy a menudo se utiliza como argumento fundamental. O sea, si gritas, tienes razón. Y si gritas mucho, es que tienes mucha razón. Y así, el contrario – de voz más finita, civilizado o simplemente inteligente – se suele achantar ante la capacidad de grito de su congénere español, que mide en decibelios su capacidad de raciocinio y argumentación. Por eso, todo programa de televisión consistente en reunir españoles alrededor de una mesa y ponerlos a gritar, con un moderador que aún grite más, es un éxito seguro. Aunque sea para gritar los nombres del listín telefónico, el programa triunfará. Porque al español le apasiona tanto gritar como ver gritar. Es algo que cualquier español lleva en los genes.

Además – eso está demostrado empíricamente – cuanto menos sabe de algo, más grita. O sea, un analfabeto, en presencia de alguien que sepa de algo, tenderá a elevar el tono de voz en proporción inversa a su conocimiento del tema y directa al conocimiento que sobre el mismo pueda tener su interlocutor, que pasará a adversario en cuanto abra la boca. El tema es, más o menos, como sigue. Tú, licenciado en física por la UAB e investigador en el Massachusetts Institute of Technology durante cinco años y casado en primeras nupcias con una astrofísica con diez años de experiencia en el Instituto Max Planck sales a cenar con una amiga de tu mujer y su marido, administrativo de facturación de El Corte Inglés (sea dicho con el mayor de los respetos). Con un par de copazos de vino, el consorte de tu amiga se interesa por tu trabajo. Tú disimulas y hablas de fútbol, pero el tipo insiste y acabáis hablando de Einstein, del que vio un reportaje en la 2. Tú intentas huir sacando el tema de El Corte Inglés pero la conversación amenaza desastre porque el tipo, que se ha calzado ya botella y cuarto de tinto, empieza a desbarrar voz en grito sobre la teoría de la relatividad, los judíos y la bomba atómica. Con el fin de zanjar el asunto, le sueltas un rollo sobre la teoría de la relatividad general. El, con ojos vidriosos, sin entender ni palabra ni importarle un huevo, contesta lo que contesta todo ser humano español y gilipollas cuando está acorralado: bueno, vale, pero todo eso es opinable.

Con dos cojones. Porque esa es otra característica hispánica diferencial: aquí todo lo que se ignora profundamente es opinable. Esté demostrado o no. Desde la teoría de la gravitación universal, pasando por el área del círculo , o la existencia de Minnesota, todo es opinable. Por eso los debates en España o no concluyen nunca o acaban a leches. Esto es tan así que hasta una televisión pública ha impuesto un modelo de debate en el que al español se le deja hablar 59 segundos con la vana esperanza de que, ya que no argumenta, que tampoco insulte. A veces lo consiguen.

Con lo que se suma a una ignorancia oceánica y al clásico orgullo español, una especie de relativización del saber en el que todo cabe, y sobre todo, cabe la opinión infundada, el aullido argumental y la conclusión de garrote y bastonazo. Eso sí, como pongas en duda el milagro de Calanda o la honradez de Santiago Carrillo, te crujen los unos o te fusilan los otros.

Y así vamos tirando p´alante.

O p´atrás.

O lo que sea que hagamos.