lunes, 28 de junio de 2010

La negra

Era la mayor de nueve hermanos. Cuando la conocí frisaba los cuarenta y, aunque mantenía silencios desconfiados, tenía una mirada limpia y alegre. Había nacido en un minúsculo pueblo campesino cercano a Guayaquil en Ecuador y traía como única pertenencia una mochila vital de esas que uno intuye como pesadísima, pero que ni es capaz ni quiere conocer en su totalidad. Estuvo en casa dos años. Entró el día en el que nació Cristina –a la que adoraba - y se fue una semana antes de que nacieran los gemelos.

Lidiaba con las niñas con la maestría de Manolete y a las vecinas histéricas por el ruido de los niños las trataba con una exquisita educación. Un día una vecina nerviosa la llamo negra y cuando llegamos a casa la encontramos hecha un mar de lágrimas, lamentando la bajeza de ese ser deshumanizado. Luego nos enteramos de que su padre la llamaba negra mientras le propinaba unas palizas brutales. Panda de hijos de puta.

Era puntual como un reloj. Cocinaba fatal una especie de guisos ecuatorianos que los niños devoraban con fruición. Los niños devoran cualquier cosa. Maite y yo evitábamos disimuladamente sus guisos y, ella, que de tonta no tenía ni un pelo, empezó a cocinar con poco éxito algunos platos españoles. Agradecimos el esfuerzo. Estuvimos dos años comiendo fatal. Aunque leía con cierta dificultad, se calzó el Quijote de la "a" a la "z", subrayando con un lápiz las palabras que no entendía para buscarlas en el diccionario y haciendo una marca más profunda allí donde había dejado de leer para retomarlo al día siguiente. Nos iba comentando lo desventurado que era el caballero y cómo era posible que nadie le hubiese ayudado. Aunque se lo regalamos, lo olvidó en casa. Guardo ese libro. Hay libros que no hace falta abrir para aprender de ellos.

Era como de la familia, aunque yo sabía que se iría un día sin decir adiós. Todas lo hacen. Un amigo mío, Francisco Mas, me lo dijo un día: "nunca esperes educación o agradecimiento de quien lucha por salir de la miseria. Limítate a ayudarles. Te utilizarán. Y hacen bien. Déjate utilizar y cállate". Y eso hicimos. Removimos Roma con Santiago para legalizar su situación. Y lo conseguimos en una de esas regularizaciones extraordinarias que se sacó de la manga algún gobierno Aznar. Consiguió los papeles un viernes. El lunes ya no apareció.

Nos sentimos traicionados. Es más, a menos de una semana del nacimiento de los gemelos, consideramos la huida como una afrenta personal. Pero duró poco. El tiempo de darnos cuenta de que ella había sido una ayuda insustituible en un periodo en el que necesitábamos no una mano, si no dos. Ella las dio con generosidad. No era justo ser desagradecido. "Déjate utilizar y cállate".

Hace una semana me llegó una comunicación de algún ministerio de esos que se encargan de que los emigrantes mueran envueltos en papeles absurdos en los que, a falta de domicilio actualizado – hacía ya más de seis años que se había ido – le comunicaban algo sobre unas ayudas oficiales a determinado colectivos de emigrantes.

La busqué para darle el papelito pero no la encontré. Los amigos y los móviles de los emigrantes son de corta duración. Con mucho escepticismo, tecleé su nombre en google. Y ahí estaba. Nombre compuesto completo y dos apellidos. El Gobierno de Navarra le había dado una autorización y una subvención para montar una tienda de chuches y un cibercafé en Cintruénigo, pueblo de Navarra. De Guayaquil a Cintruénigo pasando por Barcelona. ¡Qué maravilla!

Se llamaba Lorena y había viajado doce mil kilómetros para cumplir un sueño: tener algo suyo.

Creo que ha empezado a cumplirlo en Cintruénigo, tierra de promisión.

Ojalá ningún mal nacido la vuelva a llamar negra. Ojalá sea feliz. Ojalá sea la reina de las chuches.

Lo deseo de corazón, Doña Lorena. De verdad.

Gracias.

viernes, 4 de junio de 2010

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

Hace un tiempo conocí una vidente. Que era vidente lo decía ella. Yo me limito a repetir sus palabras. Veía cosas que iban a pasar y escudriñaba sobre lo acontecido. Se llamaba Violeta y no daba ni una. No acertaba ni por casualidad. Vaya, era tan mala vidente como buena persona. Yo era muy amigo de su hijo y – tras mil invitaciones a comer a su casa – me había adoptado como uno más. Los shows de Violeta empezaban siempre con una ortodoxa oración católica porque – según decía ella – "no hay más futuro que el que nos es dado ver por el Señor". Luego desbarraba cantidad, decía cosas rayanas en la herejía, hacía sus pronósticos que fallaba inexorablemente y tras un par de teatrales volteretas, salía del trance sin recordar nada de nada. Alfonso y yo nos descojonábamos de risa y la dejábamos ahí con sus trajes y sus copas y sus cartas y su incienso y sus cosas y nos íbamos de juerga hasta el amanecer (de los vivos).

Violeta era una farsante y, además, una fallona. Pero siendo eso público, tenía su consulta hasta los topes. De eso vivió hasta que se murió. Yo rezo todos los días por ella para que allí en el cielo le dejen hacer trampillas sobre el futuro y siga siendo feliz, la tramposa de ella.

El hombre es un ser trascendente. Nos guste o no, esa cantidad de neuronas que tenemos sumado a esas billones de conexiones eléctricas que pululan por nuestro tarro hace que nos preguntemos alguna vez en nuestra vida qué cuerno hacemos aquí y nos rebelemos contra la sola idea de que nuestra historia acabe aquí. ¿Por qué tengo conciencia del yo si ese yo desaparece? Luego la hipoteca, y los hijos y las reuniones y los consejos de administración y el paddle y la suegra nos llenan la vida de tonterías y nos podemos pasar años sin volver a pensar en esas cosas del más allá, liados como la pata de un romano con las del más aquí. Y así nos va la película.

Y es natural que así sea, porque pensar en lo trascendente implica necesariamente pensar en uno mismo sin más escudo que la piel. Y no es fácil porque tenemos más capas que una tortuga. Y muchas de esas ni sabemos ni, sobre todo, queremos quitárnoslas, porque nos protegen de un mundo hostil, pero, esencialmente, de nosotros mismos. Vivimos acomodados en unos principios mudables qual piuma al vento. Y cuando nos cruzamos con gente que vive aferrada a sus principios a pesar del oleaje, a contracorriente, superando vientos huracanados, los miramos con una cierta displicencia y pensamos – y a veces decimos – que son unos talibanes, fanáticos y ultraortodoxos, cuando no intolerantes y fascistas.

Pero no, hay mensajes que merecen mucho la pena. Para los cristianos (practicantes o no) es muy fácil conocerlos. Hace más o menos dos mil años nació un niño en Belén. Cuando se hizo mayor, se dedicó a lanzar mensajes de eternidad. No para el género humano, que también, si no para cada uno de nosotros. Y ahí sigue, el pesao del Él, buscando de todas las maneras posibles nuestra amistad.

Y muchos de nosotros, rechazándola.

Fue Lope de Vega, ese genio de enormes miserias y grandezas, quien lo plasmó de forma insuperable:

    ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

    ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío

    que a mi puerta, cubierto de rocío,

    pasas las noches del invierno escuras?

Nada tenemos. Es más fácil. Somos infinitamente amados por voluntad libérrima. Ahí empieza y acaba esta película. Tengo un amigo cura que gastó buena parte de su vida en el Raval de Barcelona entre putas, travestis y drogadictos. Contaba que en una ocasión una prostituta en la calle se le sinceró diciéndole que nada valía, ni ella ni su vida. Y Quico, se le quedó mirando, y le dijo: "tú vales toda la sangre de Cristo".

Y convirtió esa esquina de miseria en una esquina de esperanza.

De eso va este rollo.

De amar al prójimo. Nada más. Y nada menos.

El resto son milongas…

… pampeanas.