viernes, 29 de enero de 2010

Soy un objeto histórico

Lo malo de tener hijos es que crecen a una velocidad de vértigo. Y uno se encuentra de repente acordándose perfectamente de cuando dijo – firme, mirada al frente, voz clara y sin matices - eso de "si quiero" y pensando que, dentro poco, algún desconocido (que sin duda ya ronda por este mundo) llevará al altar a alguna de mis hijas y que oiré – espero – con voz clara, firme y mirada al frente otro "sí, quiero". Ese día empezaré a prepararme para bien morir.

Aclaro lo que no hace falta aclarar. He tenido el privilegio no merecido de casarme con una mujer estupenda, por lo que ese "sí quiero" constituye a día de hoy el mayor de mis aciertos (quizá el único). Hace un tiempo, en una de esas viñetas de Forges que leí no sé dónde, un "paisano" reflexionaba y decía que si los novios pudiesen verse 20 años después de la boda, se derrumbarían estrepitosamente sobre el altar. No es mi caso. Y rezo para que no sea el de nadie allegado. Mejor, el de nadie – ni allegado, ni lejano.

Y claro, cuando un matrimonio se quiere, pues tienen hijos, si pueden. Habrá matrimonios que se quieran mucho y además se quieran mucho cada uno de ellos, y quieran mucho su casa de Baqueira y su espacio vital, y su meteórica carrera profesional – me descuajeringo de risa - y todas esas mandangas y decidan no tener hijos. Pues muy bien. Peor para ellos. El caso es que nosotros hemos tenido un carretón de hijos. Y así nos va de bien.

Ya se sabe que los hijos van a colegios donde les encargan trabajos absurdos para enseñarles cosas obvias. Así, el otro día se acercó una de mis hijas mayores y me dijo que le habían pedido que, para la clase de "sociales", trajera un objeto histórico. Vamos a ver, en mi casa lo más histórico que hay es una foto de mi abuelo Fausto, así que de entrada, tenía un problema. El caso es que, tras unos días de asedio con el "objeto histórico", se me ocurrió darle una peseta de esas de Franco (fechada en 1932, o sea casi 80 años) pensando que, con eso y un bizcocho, tema resuelto. Pero no, no era suficiente. Mi hija me dijo que había pensado que un objeto histórico original podía ser – qué fina es mi niña - mis notas del cole.

¡Mis notas del cole! ¡Mecachis en su padre!, pensé. Luego me di cuenta de que, primero, nadie dice "mecachis desde hace siglos" y segundo, que su padre era yo, así que dejé de insultarme. Rebusqué entre mis objetos históricos y – como si fuera un Neanderthal – le di mi libreta de notas de La Farga. Año 1971. En un papel que ya amarillea. Siglo pasado. 40 años de antigüedad. Algunos, sobresalientes. Otros, no.

Me fui a la cama.

Soy historia viva. Soy leyenda. Soy un puñetero objeto histórico. "Sí quiero", pensé, antes de quedarme totalmente cocido. Con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Mecachis!

lunes, 25 de enero de 2010

Echo de menos a Lisbeth Salander

Se fini. That´s all folks. Se acabó. Como un machote me he calzado los tres ladrillos de Millenium. Pequé, Señor, pequé. Me ha parecido una obra maestra de la novela negra. Podría decir que sin la crudeza y las escenas abiertamente pornográficas del primer volumen hubiera sido más pasable. Pero aún así, me ha encantado. Esquema clásico con rigor sueco. Presentación, nudo, desenlace. Por tres. Tensión narrativa, originalidad, descripciones de los perfiles psicológicos de los protagonistas que son una verdadera delicia, una trama que mantiene al lector en un estado de permanente ansiedad - ¡oh, novela, novela! – y desenlaces variados, sorprendentes donde los buenos – que son malos de narices – ganan a los malos – que son peores.

Pero entre todos ellos, está Lisbeth. Frágil y granítica. Amoral pero con códigos. Vulgar y sorprendente. Despiadada con sus enemigos. Fría con sus amigos. Violenta y tierna. Delincuente y salvadora. Víctima sin queja y cruel verdugo. Vengativa sin límites. Contradictoria y compleja Salander.

Una buena novela siempre da que pensar. Y a mí me ha dado por pensar sobre la riqueza de algunas personalidades – menos extremas - y lo mal que los humanos llevamos la diferencia. Miramos la diferencia con un punto de temor. Y mucha curiosidad. Con ese juicio borreguil único para excluir o incluir en el rebaño a todos aquellos con los que nos cruzamos. Etiquetamos con una facilidad pasmosa. Con la audacia cobarde de quien ignora todo del prójimo. Y esto ocurre en todos los estratos sociales y en todas las etapas de nuestra vida. Vamos por la vida con una especie de coraza donde sólo los allegados – nuestros pares – son bienvenidos. Vivimos aterrorizados ante la diferencia. Cuando es, precisamente, lo que deberíamos buscar, para aprender. Nadie aprende nada nuevo de lo que ya sabe. Pero damos vueltas y vueltas a lo de siempre a la búsqueda del matiz que nos haga sentirnos diferentes. Craso error, cuando la diferencia vive a pocos metros. ¡Cuánto debemos aprender de gente que pensamos que nada tiene que enseñarnos!

Echo de menos a mi amiga. A la bisexual promiscua, tronada, anillada, tatuada, homicida, ladrona y asocial Lisbeth Salander. O a lo mejor lo que echo de menos es saltarse a la torera todo en este mundo tan medido que a veces hasta da asco. Hasta siempre, Salander.

jueves, 21 de enero de 2010

Los gilipollas

Es posible que haga falta una tragedia como el terremoto de Haití para despertar nuestras conciencias. Diré nuestras pétreas y graníticas conciencias, sabiendo que son adjetivos que se quedan cortos. Resulta curioso comprobar cómo ante el lejano sufrimiento somos tan “solidarios” y, a la par, mostramos una indiferencia insultante ante el sufrimiento cercano. Vivimos amodorrados, aburguesados, atontados envueltos en un halo de irrelevancia. De patética irrelevancia.

Los gilipollas han alzado la voz geopolítica. Les ha molestado la rapidez de Estados Unidos. El diagnóstico que ha realizado la administración estadounidense ha sido certero y eficaz. Dinero ya, pero sobre todo, logística. Seguridad y garantía de que llegue la ayuda de otros países. Los gilipollas han hablado de futuro equilibrio geopolítico, cuando todavía gimen entre los escombros de Puerto Príncipe personas enterradas en vida. Gemidos que son gritos en nuestras conciencias. Resulta pornográfico. Pero así es.

Los gilipollas exponen sus argumentos con una retórica perversa: “Se trata de ayudar, no de ocupar”, dicen. Y mientras tanto, la ayuda humanitaria se amontona en el aeropuerto semiderruido de Puerto Príncipe y los haitianos mueren de hambre y sed, supongo que ciscándose en la madre que pario a la sarta de gilipollas que juegan a geopolíticos con sus vidas y haciendas.

Y mientras los gilipollas juegan, las personas normales, decentes, sin más pretensión que paliar el sufrimiento ajeno, se han puesto en marcha. La solidaridad, como una derivada -acorde con estos sensibleros tiempos - de la caridad, se ha desbordado y todos hemos empezado una competición para ayudar. Para salvar vidas. Para reconstruir hogares. Para estar cerca del doliente. En una sorprendente carrera por llevar alimento y consuelo a quienes sufren de forma descarnada.

Quien más quien menos se ha puesto en el lugar del pobre, del desfavorecido, sabiendo que nada recibe a cambio. Y dando lo que tenemos y lo que no tenemos, nos hemos empezado a sentir cercanos. Hemos empezado a darnos cuenta de que amar al prójimo hace que uno se sienta mejor. Más lleno. Por eso. Porque somos seres hechos para amar. Y cuando no amamos, estamos vacíos. Qué fácil es. Y lo que me cuesta darme cuenta. Es que parezco gilipollas.